La tecnología digital y sus dispositivos: un fervoroso y multitudinario mito posmoderno

Profesor Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –

Una de las jactancias contemporáneas más aceptadas señala que estamos en una época sin mitos, nada de que lo pudo fascinar a nuestros lejanos antepasados nos asombra. Sabemos que el trueno no evidencia la ira de los dioses, ni que el planeta está sostenido por cuatro tortugas. Es cierto que existen los “terraplanistas” pero no nos vamos a detener en necedades esta vez. Ningún acontecimiento de la naturaleza dentro o fuera del planeta (¿lo que sucede fuera del planeta también es considerado naturaleza?) está atrapado en una dimensión mítica, es decir no forma parte de una explicación imprecisa, fantasiosa que tiene en la oralidad su canal privilegiado de divulgación.

Sin embargo, si nos detenemos a revisar con calma las ideas fundantes de la modernidad, especialmente el aporte de los iluministas y su valoración suprema de las “luces” de la razón y de la convicción compartida por todos los movimientos y sectores que acompañaron el ascenso de la burguesía, el desarrollo del capitalismo y las nuevas organizaciones políticas de los estados, acerca de la potencia que tenía la educación como forma para culminar los conflictos en la humanidad. Hay que advertir que también Platón sostenía que quien conociera lo verdadero, lo bueno y lo bello no caería en errores ni en agresiones. En pleno siglo XXI bien podemos considerar que aquello más que una ilusión fue un mito, que con algunas modificaciones aún sostenemos. No quiero decir que la educación no sea importante ni que el uso de la razón conforme una actividad indispensable: pero creer que con ellos bastaría para solucionar los problemas del mundo es un exceso, de allí que bien pueda considerarse una afirmación propia de una fantasía.

Éric Sadin en su libro “La humanidad aumentada” denomina a uno de los aportados titulado “la dimensión totémica de la tecnología” sostiene que si durante la modernidad el progreso generó una notable fascinación en la sociedad occidental, algo semejante está ocurriendo desde comienzos de los 2000 con la tecnología digital. El interés que suscita y las expectativas que construye acerca de su poder, eficiencia y velocidad superan los límites humanos de la imaginación, o al menos eso promete.

Resulta paradójico entonces que una sociedad que se considera más evolucionada, alejada ya de las interpretaciones primitivas del mundo natural y también social, cae de pronto en una encrucijada casi risueña: acepta que también ha construido un tótem cuya manifestación diminuta – a modo de imagen religiosa – lleva consigo y consulta aproximadamente cincuenta veces por día. O admite que ha construido un altar invisible pero real para las tecnologías y que debe otorgarles el lugar que le corresponde, acaso como un sofisticado dispositivo de comunicación y entretenimiento. No podría afirmar cuál de las dos opciones es la que acabará triunfando, pero me temo que la ambigüedad de la descripción podría confundir al celular con la tablet o con los videojuegos hogareños. Y allí ya tenemos una pista. Será mejor que aceptemos que también en la posmodernidad tenemos mitos. Y tanta gente cree en sus virtudes y posibilidades que algún día nos sustituirá y será la tecnología la que tenga a los humanos como figuras míticas. Ojalá que crean en nosotros con el mismo fervor.