La diversión posmoderna es como un argumento tautológico: se justifica a sí misma de forma redundante.

Profesor Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –

Alejandro Dolina publicó en 1988 un libro titulado “Crónicas del Ángel Gris” y en uno de sus relatos más notables, el protagonista es un escritor joven que, en busca de mejor suerte, labra sus días como redactor de etiquetas de envases de modestos productos cotidianos. Allí aprovecha para intercalar algunas frases literarias mientras le informa los valores nutricionales del producto. Si bien el texto sólo busca generar empatía del público con quienes se inician en el arduo campo de las letras, es posible realizar una interpretación contemporánea diferente. ¿Quién no se ha sentido en la obligación de morigerar sus anhelos de referirse a una cuestión compleja en sus publicaciones en la red? La necesidad de disminuir la posibilidad de que el aburrimiento haga su fatal aparición limita la capacidad expresiva de quienes tienen la pretensión de ser leídos.

La necesidad suprema del entretenimiento es una despótica imposición que obliga a cualquier mensaje a tener la liviandad de un emoticón. La pregunta que se vuelve insoslayable es: ¿por qué la comunicación, la información, las ideas han tenido que reducirse tanto en la red? Entiendo que resulta un contrasentido mencionar que la comunicación se ha reducido en Internet considerando que se trata de una tecnología que ha expandido los límites de la mente, la memoria, la voz, la vista de la especia humana como nunca antes. Sin embargo, no se trata de posibilidades técnicas sino de usos, consumos y apropiaciones. Es decir, somos los usuarios quienes favorecemos la existencia de unas reglas que imposibilitan la visibilización de nuestras dudas, dificultades e incertidumbres que no pueden expresarse sino con tiempo y espacios laxos, abiertos, democráticos. Pierre Bourdieu en el libro “Sobre la televisión” afirma que la velocidad no es amiga del pensamiento, podríamos agregar que el entretenimiento tampoco.

Y no se propone como alternativa el aburrimiento, algo así como un llamamiento social al tedio y a sus derivados (aunque no son pocos los que afirman que suele resultar prolífico para la imaginación) sino más bien se podría asumir la red como un espacio en que las actividades no frenéticas también posean un lugar destacado. El apuro posmoderno es un infame chantaje que nos empuja dentro de los estrechos límites de un presente que sólo se muestra digital y que nos ofrece en el próximo click aquello que nos dejará satisfechos, plenos de brevedad, simpatía y gratificación inocua y de simple experimentación.

Si a fines del siglo XX el escritor que quería hacerse conocido debía aceptar cualquier empleo y ensayar desde allí un salto al efímero e inestable interés del lector promedio, ¿qué estrategias debe utilizar en el acelerado espacio digital? ¿De qué forma es recibido un contenido que se propone como divertido? ¿Por qué es un mérito que algo sea divertido? O mejor dicho, ¿a qué responde que tengamos una aparente sed insaciable de entretenimiento?

No niego la influencia de la industria cultural pero no me permito caer en conclusiones estructuralistas, dado que el sujeto que consume tiene voluntad y hoy, como nunca antes, accede a un vastísimo menú cultural. Por lo tanto, más que preocuparme por las empresas y sus intereses, prefiero interrogarme por las fuerzas que impulsan a cada uno de nosotros a confiar en la diversión y recelar de todo aquello que no lo es. Si la industria, gracias a los algoritmos, sabe qué nos gusta, la responsabilidad es nuestra: ella sólo confecciona la lista de nuestras preferencias. Somos nosotros los que, como decía una vieja canción de una artista popular estadounidense, solo queremos divertirnos. Si la Edad Media fue una larga y oscura época de la humanidad, la posmodernidad se muestra como una fugaz y repetida celebración: un argumento tautológico que tarde o temprano nos aburrirá.