La diversión en la red: una agradable costumbre que nos amenaza de trivialidad masiva

Profesor Dr. Luis Sujatovich – UNQ -UDE –

Resulta muy complejo advertir de dónde proviene la necesidad casi absoluta de incluir la diversión en la mayoría de las actividades, contenidos y relaciones en la red. Un curso de idiomas, una receta, un ejercicio, una foto, hasta un pedido de solidaridad debe estar sujeto a una condición discursiva que por, agradable que parezca, es muy opresiva. Si los primeros imprenteros debían ceñir el texto a las rígidas cajas de impresión, sin las cuales era imposible realizar la tarea, en la actualidad esas reglas han evolucionado y ya no exigen la paciente labor de un oficio ya extinto, sino que se han vuelto invisibles pero tan efectivas como aquellas: la mayoría las adopta como una condición no escrita pero inherente a la acción comunicacional digital que nos incluye y nos conforma en sujetos contemporáneos.

Quizás alguien pueda argumentar que no es censurable esta necesidad de volver agradable, dinámico y de fácil comprensión los mensajes que circulan abundantemente. No son agresivos ni feroces ni nos producen pesadillas, entonces ¿qué tiene de malo? Y esa pregunta nos confronta con la primera dificultad: la afectada bondad que entraña el binomio diversión/velocidad pone en apuros a cualquiera que no esté convencido de sus virtudes. En una primera aproximación no tienen nada reprochable, sin embargo si hacemos el esfuerzo de detenernos y acallamos el rumor constante de los bites llevando y trayendo luces y sonidos, podríamos inquirirnos acerca del lugar que les cabe al del esfuerzo y al de su villano insustituible: el fracaso.

En consecuencia, nos hallamos ante una situación que no parece tener solución en los términos que la red establece: ¿cómo actuar ante el intento fallido? Si equivocarme no es gracioso y necesito otra oportunidad, ¿podré tenerla? Bajo cuáles condiciones es posible difundir en una perfil (o mejor, en muchos) que rendí mal el examen y que el curso de idiomas requiere constancia, dedicación y largos horas de meticuloso estudio.

No deja de ser curioso que un espacio que incita a la diversión valide como tal una foto de un sujeto paseando su perro en la plaza del barrio o tomando mate en la playa bonaerense, pero que tache de aburrido una cita literaria, una explicación científica o la angustiosa lucidez de un sujeto ante sus propias limitaciones.

El problema no estriba en la búsqueda de diversión (a pesar de los excesos que pudiera ocasionar) sino más bien en la potestad de gruesos grupos sociales de adoptar como absoluto su interés particular. Si la diversión (en un sentido profundamente unívoco) acaba convirtiéndose en la única estrategia comunicacional permitida, la red acabará siendo tan trivial como la vidriera de un shopping. Y para peor apenas tendremos el módico consuelo de constituirnos en la mercadería que se consume en busca de un entretenimiento de solaz digestión y a bajo precio intelectual.