
Por Dr. Luis Sujatovich* –
La costumbre de no encender la cámara en las reuniones virtuales tiene su origen en la pandemia, cuando el encierro nos obligó a convivir bajo condiciones inéditas, es decir, articulando a la fuerza trabajo e intimidad. Frente a esa complejidad, resultaba casi una indiscreción pedir que los asistentes mostraran su rostro en cámara. Incluso era muy frecuente que también se silenciaran para evitar que los ruidos del hogar interfirieran con la conversación. Además, la cantidad de sesiones, junto con la disponibilidad limitada de dispositivos y de conexión, no favorecían una exposición más abierta. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido desde la finalización del aislamiento, esas formas de comunicación pasiva parecen haberse convertido en hábitos arraigados.
Presencias tenues en tiempos de conexión total
Se vuelve entonces necesario preguntarse por qué se sostiene un hábito que dificulta la vinculación en red, especialmente en un contexto muy diferente, dado que las condiciones de vida han retornado —desde hace mucho— a cierta normalidad. La primera explicación, probablemente, tenga relación con la falta de compromiso del sujeto con el acontecimiento al que está asistiendo. Seguramente habrá muchos ejemplos de ese tipo, pero esa causa no parece dar cuenta de la totalidad del fenómeno, ya que no se limita exclusivamente a ámbitos educativos o laborales. En consecuencia, ¿qué lleva a la retracción de la imagen del sujeto en los espacios digitales si, en teoría, su deseo está alineado con la realidad? Si está participando de un evento que le agrada, ¿por qué no se siente con seguridad para hacerlo de forma activa, es decir, con su imagen encendida?
La red es, ante todo, un entorno semiótico. Por lo tanto, estar en ella significa ser visto y, por supuesto, también mirar. En ese sentido, no se trata solo de compartir ideas o palabras: lo que está en juego es la inscripción del cuerpo, la visibilidad como forma de existencia. De allí que la decisión de no mostrarse no sea menor, ni meramente funcional: implica una posición subjetiva frente al mundo digital, y también frente a uno mismo.
Hoy, la red no es solo un escenario donde actuamos: es también un conjunto de reglas, en permanente reformulación, que condicionan cómo nos mostramos, cómo nos sentimos y cómo creemos que debemos estar. Quizás sea posible suponer que esas condiciones sitúan al sujeto en una tensión difícil de asumir, una tensión que podríamos ubicar entre dos polos: por un lado, la veloz eficiencia de la inteligencia artificial; por el otro, la perfección de una realidad inmersiva que ya no simula, sino que agota lo visible. Cada forma, cada textura, alcanza el límite mismo de lo perceptible. Si esos son los parámetros desde los cuales debemos medir nuestras ideas o nuestra apariencia, bien haríamos en callarnos y resguardarnos, ¿no es cierto?
Filtros, emojis y silencios: estrategias para estar sin mostrarse
Resulta comprensible que las nuevas generaciones recurran a emojis, filtros y todo tipo de modulaciones gráficas para poner en circulación su identidad, o al menos un fragmento de ella. ¿Quién podría no sentirse intimidado si viviera en la Capilla Sixtina o si cada día saliera a caminar con los máximos eruditos de la humanidad? El problema surge cuando olvidamos que no es una obligación emular a la tecnología, ni tampoco asumir sus estándares como medida de lo humano. Nadie ve en 4K, ni tiene a su disposición mecanismos para responder con acierto y precisión todo tipo de preguntas. Y nadie es tan bello como para no ser alguna vez rechazado. Lo demás es un sueño, que bien puede impulsarnos a ser mejores —sin perder la humildad— o puede arrastrarnos hacia el fondo, hasta disolver nuestro ego.
En ese dilema irresuelto se juega, quizá, la felicidad de los próximos años.
*Investigador – Profesor Universitario – UDE – Universidad Siglo 21 –
Imagen: En Provincia.