Por Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
La progresiva estrechez de los límites de lo decible acabará poniendo en riesgo la existencia de la diversidad tanto en el lenguaje, como en la construcción de la subjetividad. La lista de términos prohibidos no para de crecer, y las posibilidades de convertirse en una persona discriminadora aumentan en cada publicación. Es cierto que hay temas que están prohibidos con mucho fundamento, llevan en sus fauces miles de muertes, sin embargo se ha ido estableciendo una suerte de continuidad entre temas luctuosos y meros adjetivos que no sólo evidencian una cerrazón sobre la libertad de expresión, sino que – acaso sin notarlo – acaban nivelando grandes tragedias con simples particularidades. ¿Cómo podemos suponer que un insulto racista es igual que decirle a alguien pelado? Además, no deja de ser curioso que si se le dice calvo, no hay problema. E incluso, si omitimos todo tipo de apelación a esa cualidad, ¿la persona recupera su cabello? ¿O es que aceptamos tácitamente que si no lo decimos no ocurre? Esa ficción alberga un gran inconveniente, prohibir las palabras no impide los hechos. La performatividad del lenguaje tiene un límite: aunque mañana todos hablemos en francés, seguiremos viviendo en Argentina.
Me pregunto si es posible describir sin estigmatizar. Sería muy interesante conversar con escritores para aprender de sus estrategias discursivas. O acaso la cuestión sea que sólo nos dediquemos a nombrar aquello que está bien, sin importar si es cierto o si tiene relación con nuestro pensamiento. Por ejemplo, si vamos a una localidad que no nos parece agradable, deberíamos decir que es un sitio con capacidades turísticas diferentes. Pero si aun a riesgo de caer en el ridículo debemos optar siempre por los términos aceptados, ¿es entonces posible denunciar enfáticamente una injusticia? En el mismo acto de habla, ¿no estaríamos cometiendo una afrenta verbal inaceptable? Por eso, hasta que no haya pleno acuerdo acerca del modo aceptado para referirse a los problemas, conviene no expresarlos.
La otra dificultad que se presenta es que tamaña labor de censura, imposición y declamación del bien (y único) pensar tiene poca duración. Porque si aceptamos la premisa de la necesidad de ajustar el idioma a las sensibles exigencias de las nuevas generaciones, que no pueden usar el torpe y violento lenguaje de sus mayores, no es difícil suponer que unos años la situación se revierta. Y sean los jóvenes del futuro quienes denuncien las brutalidades flagrantes en las palabras utilizadas por quienes hoy se arrogan el derecho a nombrar, evaluar y reprobar cada comentario en la red. Quizás convenga recordar a Saussure. En sus clases dictadas entre 1906 y 1911 ya advirtió acerca de la mutabilidad e inmutabilidad del lenguaje. Algunas palabras cambian y otras permanecen, sin que puedan ajustarse a la voluntad de algunos sujetos.
La extrema sensiblería contemporánea nos va a despojar del humor, de los sobrenombres, de los giros lingüísticos, de nuestra forma específica del castellano. Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, advierte Wittgenstein. La lingüística parece la herramienta para evitar el repliegue definitivo de la subjetividad.