En los primeros días de mis vacaciones de enero del año 2006 estaba sentado en un banco de la plaza San Martín, mientras caía en todas partes el sol del mediodía. A ella no la había visto, pero de pronto se puso al lado al mío.
El amor es la entrega de los seres, una comunión que se da como magia y se puede advertir cuando alguien está bajo su flujo, su influencia, su estado. Es un halo que cubre la existencia que puede durar para toda la vida o en algunos casos solo la fracción de un tiempo.
Cuando ella me encontró en esa plaza de la ciudad de La Plata comenzamos juntos una vida. Sin más nos dimos cuenta que ese momento era para siempre, en esa perspectiva nos fuimos caminando hacia mi casa. Ella se veía feliz, aunque quizás no lo estaba completamente, porque seguramente no sabía cómo era que había llegado hasta allí. En mi caso iba con la incertidumbre de conocer cómo sería mi vida a partir de ese encuentro.
Durante ese mes me ocupé de averiguar si alguien la reclamaba, imaginaba una familia que podía estar buscándola, una niña, un niño. Con seguridad se había perdido a consecuencia de los festejos del 31 de diciembre y del primero de enero. Una víctima de la idiotez de algunas personas que aún creen que festejar es hacer ruidos, estruendos, que parecen sacados del manual de individuos sin ideas.
Lo cierto es que enero pasó y así todo ese verano. Con ella empezamos la aventura de vivir y contemplar que una nueva alma se sumaba a la familia. Así siguió un amor incondicional, que creo es el más puro que la humanidad pueda pretender. Aprendimos de su bondad, sus miradas, su inteligencia, su acompañamiento, su maravillosa manera de vivir la vida.
Lola no se perdía paseos, tenía una manera perfecta de conocer todos los movimientos de la casa. Sabía hasta los horarios de la escuela de mi hija. Ella a las 16:45 de cada día de la semana me avisaba que era el tiempo exacto para ir a buscarla. Si no le hacía caso, se acostaba al lado de la puerta en clara alusión que había que salir o al menos esperarla.
Aprendió todo lo que le enseñamos, sabía saludar, cruzar la calle cuando no había tráfico, ir con su mamá, con la nena o conmigo con solo decirle. Transmitía la mirada exacta para pedir agua, salir a la vereda, escaparse a revolver basura. Era feliz paseando en el auto y sin importar los lugares a los que uno iba, viajando en el piso del lado del acompañante, siempre conocía cuando el vehículo se estacionaba en su casa, así que ahí ya se disponía a bajar inmediatamente.
Se portaba mejor que cualquiera de nosotros. Era silenciosa y ladraba en lugares abiertos como la playa o el campo. Sabía contemplar los momentos y conocía el espacio de cada lugar de la casa, con solo nombrarle el sitio ella iba, al garaje, la escalera, el patio, afuera, adentro. Fue muy simple aprender todo lo que le enseñamos, pero más aún saber con certeza muchas otras que en la que nunca la instruimos y que ella nos aleccionó a nosotros, como disfrutar de las cosas simples y jamás perderse un paseo en un día de sol, jugar en el pasto, correr libre en el viento, mantenerse alerta si algo no le caía bien. Tenía el sentido de la práctica y una filosofía de lo simple que aplicaba a la vida de todos sus días.
Un amigo que vivía a dos cuadras era su alegría, se veían y se podía percibir que ambos se agradaban. Esos saludos eran breves pero mágicos. Después seguían sus caminos. Con absoluta certeza confiaba y desconfiaba, pero nunca tuvo una situación de agresión, sino que solamente hizo advertencias y eso fue más que suficiente.
La noche del 24 de agosto de este año fue su elección para irse, unos días antes dejó de comer y después ya no quiso tomar agua. Fue tan sabía que hasta tenía la certidumbre que su tiempo había llegado a su fin. La tristeza se hizo infinita y se replicó por todos los espacios posibles. Nos dejó solo amor y recuerdos hermosos. Su brillo era tan inmenso que mucha gente que la conocía, incluso los que no, la sentían un ser increíble, muy especial. Muchas personas escribieron en las redes sociales al saber que ya no estaba, estoy muy agradecido por tantas palabras que abrigan el andar.
Esta columna está dedicada a Lola y su estrella, pero también a quienes tienen la suerte de ser amados por un ser de luz tan especial, que han de entender mejor que nadie las palabras aquí escritas. Una vida es un milagro. Haber tenido a Lola con nosotros fue exactamente eso y la posibilidad de sentir el amor puro, simple, extraordinario y maravilloso.
De la columna de Guillermo Cavia en El Editor Platense.