Por Guillermo Cavia –
Cuando era un niño y vivía en Hinojo, mi mamá me mandaba los lunes y jueves a buscar leche a la casa de la señora de Mensi. Ella vivía en una casona que ocupaba casi toda una manzana, la casa tenía ventanas altas y elegantes, recuerdo su frente de color celeste, pero no estoy seguro que así fuera.
Me daban un recipiente para traer la leche, era un pequeño tarro lechero con manijas de alambre y una madera redonda que, como mango, se disponía para que poder llevarlo fuera muy cómodo.
Hacía ese camino yendo por la vía que, por esas cosas de la geografía de Hinojo, usaban los trenes de cargas atravesando parte de mi propio patio, para seguir su camino hacia las sierras. Así que desde mi casa me iba haciendo equilibrio sobre los rieles. Todo era un hecho habitual para muchos de nosotros. Incluso al costado del tramo había una huella de las pisadas de la gente que, al pasar cada día, mantenían el sendero.
Recorría la distancia hasta el final del paredón trasero de la fábrica de bolsas, desde allí bajaba el desnivel del terraplén férreo para llegar a una calle de tierra que me llevaría en 200 metros más, exactamente a la esquina de la inmensa casa de la señora de Mensi.
Desde la vereda entraba al caserón por un zaguán que me permitía trasladarme a un patio interno que estaba repleto de macetas con plantas y flores, allí había además un árbol que era de kaki, que nunca había visto fuera de ese patio, tenía unos frutos que al madurar parecían tomates rojos. También se podía ver un árbol de granadas, todo estaba circundado por una galería de mosaicos y algunas lajas, mientras arriba, el techo de zinc resguardaba toda la galería, cuyas canaletas desembocaban en cada una de las esquinas del patio.
A un extremo, justo en el vórtice de todo ese lugar, se hallaba la cocina, allí siempre estaba la señora de Mensi. Usaba vestidos con una hilera infinita de botones delanteros. El pelo blanco y una sonrisa afable, nunca la vi seria, enojada, sin una expresión cariñosa. Me atendía con mucha amabilidad y luego pasaba desde un tarro igual al mío, pero al menos cinco veces más grande, la leche, que caía como una cascada blanca y fresca.
En esas idas a la casa de la señora de Mensi, un día, desde la cocina se apreciaba un aroma especial, una mezcla de harinas, huevos, aceite, leche, azúcar y sal. Al entrar, ella estaba haciendo panqueques. Como siempre, me saludó amablemente y me dijo si quería un panqueque, no eran dulces, sino salados, porque decía que los estaba haciendo para preparar canelones. Acepté el panqueque con mucho gusto, me lo dio enrollado, con azúcar por dentro. Seguramente mi cara fue muy placentera, porque ella se dio cuenta que me había encantado comer aquella delicia.
Desde ese día, siempre que iba a la casa de la señora de Mensi, religiosamente me recibía aquella fragancia de masa, sal, sartén, huevos y leche. Parecía que ella continuamente estaba haciendo panqueques. Por supuesto en cada incursión mía, me tocaban uno, dos y hasta tres panqueques salados con azúcar.
No sé exactamente cuándo es que la magia deja de ser tal, pero no lo puedo saber, ni siquiera haber advertido que un día ya no fui más a la casa de la señora de Mensi. El tiempo cuando se es un niño marca algunos finales y no nos preguntamos, ni cuestionamos acerca de ello. Acontece como un hecho natural. A veces ni nos damos cuenta.
En mi caso no puedo saber cuándo dejé de ir, pero jamás olvidé aquellos mandados que hacía dos veces por semana, incluso ahora que soy un adulto, cada vez que siento el olor de la masa hecha con harina, huevos, aceite, leche, viajo inexorablemente a aquella cocina. Por supuesto también conozco la verdad. Sé que la señora de Mensi, hacía aquellos increíbles panqueques, solo para mí.
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