
Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
La mediatización de las experiencias no es un fenómeno cultural novedoso. Durante el siglo XX se suscitó un cambio extraordinario gracias al incremento de consumidores de medios de comunicación. La multiplicación de lectores, oyentes y televidentes propició la adopción de un modo de interpretación de la cultura, la sociedad y la naturaleza sin precedentes. ¿O acaso la mayoría de nuestras certezas acerca del mundo no están fundamentadas en noticias, opiniones y estadísticas extraídas de nuestra diaria relación con los productos comunicacionales más variados? Incluso, en más de una ocasión se confunde experiencia con datos mediados. Es decir, que consideramos tan válida y real la versión mediada que nos cuenta distinguirla de una personal. Walter Benjamín, al respecto, elaboró el concepto sensorium para explicar (de forma magnífica este cambio), el autor alemán sostenía que: “dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la existencia de las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción sensorial”.
Y no quedan dudas acerca de las transformaciones que ha sufrido nuestra percepción. Si miramos el mar desde una ventana y luego lo hacemos en una pantalla con última tecnología digital, ¿cuál nos parecerá más bello? De eso se trata la mutación en nuestras concepciones. Hay una famosa anécdota de una niña que concurrió con su familia a un parque nacional y durante el paseo le preguntó al guía que estaba con ellos ¿por qué las flores tardaban tanto en abrirse? Su contacto con la naturaleza ha estado tan atravesado por documentales y dibujos animados, en los que el fenómeno de floración es inmediato, que supuso que algo andaba mal en las flores que estaba mirando. Parafraseando a Oscar Wilde, podríamos decir que la naturaleza es una copia lenta y sin brillo de la realidad digital.
Pero no se trata sólo de explicar aquello que ya ha sido esclarecido, sino de considerar las consecuencias que trae aparejada esta mutación. Incluso el modo de denominarla ya nos propone un desafío: ¿es una adaptación al entramado mediático digital que nos constituye o es una distorsión? Sea cual fuere la respuesta, lo cierto es que sus efectos no se circunscriben a los posibles malos entendidos en relación a la naturaleza y su capacidad de entretener como si fuera un video. La cuestión estriba en qué sucede cuando se trata de personas. Si aquello que valoro y deseo no es más que una construcción ficticia de una imagen que representa a una persona que no conozco, pero que considero cercana. ¿Qué podría suceder cuando las mediatizaciones queden detrás y sólo nos quede la persona sin otra sustancia que la propia? Woody Allen, en la película “La rosa púrpura del Cairo”, estrenada en 1985, se aproxima a esta cuestión al extraer de la pantalla al protagonista para que la apasionada espectadora pueda compartir algunos momentos de su vida con él. Resulta muy significativo que esa idílica circunstancia se desvanezca cada vez que la realidad reclama una acción concreta: por ejemplo, pagar. Allí se advierte que el actor no tiene dinero ni tampoco forma de obtenerlo. La mediatización de nuestra experiencia ofrece alternativas muy atractivas al convertir cada situación, objeto o espacio en un luminoso y veloz espectáculo. La dificultad aparece cuando nos sorprende la realidad: o nos aburre o nos resulta incómoda.