Por Eloísa Alba –
Asoma de la pila de objetos requisados por la cuadrilla militar. En el suelo, amontonándose, la enorme montaña de ropa, maletas destrozadas, trastos. Les ha llovido durante toda la noche.
Todo lo de valor acaban de retirarlo: el interior de carteras y monederos, algunas joyas, candelabros, lo han metido dentro del despacho.
Sin embargo, nadie ha echado cuentas al florete.
Sólo un prisionero sabe que se esconde ahí y lo mira con disimulo. Con hambre lo acecha en su ir y venir. Como si viese en él un pez espada que lo tienta con olor frío, venerable y ajeno a los hornos.
Toda la jornada ha estado dándole vueltas al asunto. El cura que pasó adentro ha dejado debajo del camastro un estuche. Dormía abrazado a él. Como si adentro hubiera algún alma pequeña que precisara de algún milagrito u oración. Esta noche el alma pequeña en su ataúd negro pasará a otras manos. Dormirán religiosamente juntos. En el campo son dos objetos. Solo eso. Sus días de profesor universitario se han endurecido como el colchón mugriento que mulle a golpes día sí día no.
Es de noche. Ronquidos en el pabellón. Crujidos de vez en cuando. Abre el estuche. Con sus dedos toca el interior. El terciopelo habla del vestido de noche de su mujer. El negro con pedrería. Siente la madera delicada y suave como una piel sonora. Le toca las cuerdas como se acaricia una mujer en la intimidad. Es un violín tres cuartos. Siente amor. No se desprenderá de él. Lo seguirá escondiendo en el cubículo vacío del cura.
No concilia bien el sueño. En su mente el florete y el estuche. Una música le habla al oído. En su rostro se esboza una sonrisa. Ésta noche su mujer también está pensando en él. No sonríe. Llora.
Se le acaba el tiempo. Un día u otro la mandarán adentro. Guarda mechones de pelo en un frasco de vidrio transparente. Se los arranca cuando la lucidez llega y la imagen de su hijita y su marido se le agarran a la nuca y estrangulan la memoria. Cabellos rubios van rellenando ese vacío. Se
enroscan como cuerditas de violín hasta que suena la sirena temprano y los pies la arrastran a resistir otra jornada.
En los pabellones el tiempo es importante. Para bien y para mal. La guerra continua afuera. Y comprender sirve de poco. El violín ha empezado a dar grazniditos como un animal que siente hambre de música. Canta a veces melodías gitanas y yiddish. Los demás lo miran con los ojos abiertos como piedras calientes.
Esta mañana se oyeron voces.
— ¡Eh, vosotros, vamos, levantaos, que vais a las duchas!
Los soldados dan culatazos a los cuerpos que refunfuñan. A otros la debilidad les impide moverse a ritmo ágil. Escupidas frases en alemán. Empujones. Los cuerpos se agolpan en la oscuridad. Levi oye rodar algo. Se agacha. Lo toca. Es frío. La gente grita. Preso del miedo agarra el objeto.
Lo abre a tientas. Presiente la melodía desgarradora. Aprieta el círculo contra su nariz. Ha escuchado a los compañeros decir ¡me ahogo! ¡no puedo respirar!. Levi incrusta su cara en el tarro. Se sienta. Medio cae en el suelo sujetando el frasco con ambas manos. Evita respirar afuera. Cualquiera diría que huele a Galila. Si ha de morir será pensando en ella y su pequeña Isska. El gas es letal. Sus manos controlan el tarro hasta que abran la puerta. Piensa deprisa enloquecidamente.
A los ocho minutos se abren las puertas. Levi está tendido. Tiene un mechón de pelo rubio pegado a los labios. El tarro ha rodado. Deja que vayan trasladando cuerpos sin vida. En un descuido huye. Desorientado todavía se esconde debajo de un carro de combate. Siente hambre feroz.
Muerde la hierba y la traga como haría una cabra. Han pasado muchas horas. Da vueltas a la saliva para calmar la sed. Esta oscuro. Una oscuridad de luto.
Ahora hay dos montañas en la zona prohibida. Una de cacharros. Y otra de cuerpos desparramados. Se produce un guiño plata. Levi avanza como una serpiente hacia el florete. Lo agarra. La espada se ha adherido a él como la hija arrebatada.
El soldado de guardia se ha quedado quieto como un violincito. La ejecución es virtuosa. Perfecta. Acaba de cortarle las cuerdas. Echa a correr en medio de la oscuridad. Cava en la tierra con tanta fuerza que ya no siente las uñas. Empiezan a escocerle. El esquelético cuerpo pasa al otro
lado. Sus piernas corren con la fuerza sobrenatural de Galila e Isska ocupando y dando ritmo a su sangre. Mientras huye, las copas de los árboles silban, susurran, la brisa de abril le acaricia la cara.
Durante los últimas días del holocausto Levi permaneció oculto en la montaña preso de la misma libertad.
Realizado en el Taller de Cuentos de “Al Pie de la Letra de María Mercedes G”