El Teatro del Lago: una ventana para que el arte remonte al cielo de los pobres

Por R. Claudio Gómez –

Para los pobres el teatro no es una prioridad. Ni siquiera aparece en su radar de posible cuota de entretenimiento. La concurrencia a algún acto escolar, a algún festival del club del barrio no cuenta en la decisión concreta de “ir” al teatro. Esas representaciones ocurren en su imaginario como una limosna de un sistema que los quiere desde siempre fuera de los palcos. La dama de las camelias (1848), a la postre trabajadora sexual, resultó un verdadero arquetipo de la estrategia aristocrática de vedar el paso de los marginales al último cenáculo de la alta cultura.

El Teatro, como arquitectura y como seno oscuro y resguardado de una ficcional competencia intelectual entre los “ricos” que lo entienden “los “pobres” que no están “todavía” preparados para eso, no es la única institución que la sociedad de privilegios cuida como patrimonio propio, aunque sí es de los últimos que queda en pie. El cine de vanguardia, la universidad, Borges, por citar otros mitos, también funcionan como barrios privados a los que solo acceden los privilegiados. Nada es tan servil ni tan falso.

Habrá, seguro, optimistas sociales que plantearán ejemplos contarios a tan audaz generalización, pero mostrarán en su argumento nada más que casos excepcionales.

De tal forma, la reapertura del Teatro del Lago es una buena noticia para esas personas a quienes los dramas representados les resultan indiferentes, porque para problemas tienen los propios y cotidianos. Para ellos y con razón Shakespeare resulta menos trágico que una noche fría y tormentosa o que conseguir el alimento diario.

Es, claro, un asunto paradójico: mientras más se los aleja del Teatro, a los pobres menos interesante se les torna ese arte.

Esa fórmula ha sido una de las más sofisticadas y silenciosas maneras de escindir a los sectores de bajos recursos de los panteones de la cultura. La otra, el desmesurado precio de las entradas. Otra, las horribles galas que se organizan. Otra, hacer invisibles los escenarios.

Baste ejemplificar cualquiera de estas estrategias discriminatorias con el caso del Teatro Argentino, monstruosa y costosísima mole de cemento de una manzana, inútil desde mucho tiempo antes de la pandemia, tan cerrada e inverosímil como la Baticueva.

Alguna vez, en el Teatro Argentino se entregaron los premios Güemes y allí, previo al incendio de dudosa causa, se dieron cita importantes artistas de la preferencia popular. Esa fiesta, hermana menor del Martín Fierro, le permitió a miles de platenses acercarse al máximo coliseo local, siquiera a ver de cerca a las y los famosos que solo conocían a través de la radio o la televisión. Un día, vaya a saberse fecha y motivo, esa fiesta se acabó.

También pereció a la intemperie el Teatro del Lago. Un hermosísimo jardín de techumbre estrellada, al que los vecinos gozaban en acto o por la fisgona visita desde las pérgolas laterales cuando iban a tomar mate al bosque.

Allí surcaron en la brisa voces e instrumentos clásicos y populares, vitales en su consumo, propiedad de la plebeyada curiosa.

El Teatro del Lago abría sus puertas a la vista y esa maniobra se convertía en la puerta de ingreso a una posibilidad: a la oportunidad de ver que, atravesando el agua de artificio, no había nada de extraordinario; sentían que gozar de un espectáculo, de la caricia de la música, del esplendor de una carcajada o un llanto, nada tenía que ver con la impostación lustrosa de un frac o un vestido de cola.

La primera misión de la Cultura es acercar a los sectores populares a su nido, porque esos ámbitos son del Estado. Una vez que se levanta ese telón, cuando el que nunca pensó en ese lugar como propio porque se lo han vedado arrima su nariz, entonces las luces irradian sus verdaderos colores y el teatro vuelve a su primigenia y verdadera fuente: la de actuar para quienes necesitan ilusionarse.