Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
La preeminencia del inglés en la red es un hecho innegable. La mayoría de los términos que la componen provienen de ese lenguaje, aunque su uso cotidiano los haya castellanizado a la fuerza. Pero no es esa particularidad la más onerosa para los usuarios, sino otra que pareciera estar oculta: la escasa pluralidad de idiomas que en la que se ofrecen los contenidos. Según el sitio Internet World Stats hay seis idiomas predominantes: Inglés (25,3%), Chino mandarín (19,8%) Español (8%), Árabe (4,8%), Portugués (4,1%) e Indonesio (4,1%). La estadística incluye plataformas, materiales y también consumidores. Según un informe de UNESCO publicado en 2016, hay 300 idiomas en la red. Por supuesto que algunos apenas alcanzan la módica suma de 0,01% de importancia en la distribución de tráfico de interesados. En una apresurada interpretación, casi se podría suponer que las tendencias mayoritarias responden a los países con mayor población, riqueza y acceso a las tecnologías digitales. Sin embargo, si consideramos que en el mundo hay, alrededor de 7.100 lenguas, es posible comprender la drástica disminución que se genera. Internet más que albergar la cultura del mundo, la está traduciendo para unos pocos hablantes.
A pesar de las destacables iniciativas de algunas aplicaciones como Duolingo que ofrecen enseñar idiomas en peligro de extinción, no se desconoce que forma parte de una estrategia de marketing, pero al menos no redunda en la inercia que reduce al binomio inglés-chino mandarín cualquier contenido específico o muy popular. Los traductores también buscan cooperar aunque su aporte no es muy relevante, pues suelen ser utilizados esporádicamente. Más allá de las diferencias que la estadística presentada pueda tener luego de la pandemia y de las simplificaciones que supone una exposición que pretende dar cuenta de un universo tan complejo y dinámico, nos queda una certeza: la diversidad es un lujo que está en extinción. El embudo idiomático (y por lo tanto cultural) en el que estamos inmersos nos obliga a saber que somos responsables de proteger la riqueza idiomática que nos corresponde. Una lengua es una versión del mundo, una forma particular de experimentar la vida. Con estudio y dedicación es posible pensar en otros idiomas, ¿pero será posible emocionarse? Impostar nuestra personalidad lingüística por temor a la segregación nos devuelve dos abismos: la perpetuidad del engaño para pertenecer, o la resignación a merodear la periferia social y laboral, atrapados en el habla incompleta del que reniega de su condición.
Cada idioma que desaparece es una versión de la historia de la humanidad que nadie recuperará. Además nos impide completar nuestra identidad con las contribuciones que podrían hacernos. Imaginemos por un momento cuánto podríamos aprovechar y a la vez aportar si fuésemos capaces de interactuar con todos los idiomas. La red podría ser la solución al castigo recibido por la construcción de la torre de Babel, sin embargo su orientación anuncia una aspiración opuesta: pretende que el entendimiento surja de la monotonía de un lenguaje que opera como un dispositivo homogeneizador.