Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
La pobreza en la red suele concebirse bajo dos circunstancias: a partir de la brecha digital o considerando a los sujetos que tienen a disposición de equipos de bajo rango tecnológico. Respecto a la falta de acceso, es una de las problemáticas más conocidas. Se ha llegado a postular que debería considerarse un derecho humano estar conectado, teniendo en cuenta la centralidad que tiene Internet en el desarrollo económico, social y cultural de las sociedades contemporáneas. En cuanto a los equipos, podemos encontrar allí un entrecruzamiento que involucra la voracidad capitalista de las fábricas y de los creadores de software, las devaluaciones de la moneda nacional y la falta de una industria que permita una soberanía digital de amplio espectro. Sin embargo, es preciso mencionar que hay una diferencia importante: ingresar, aún con poca frecuencia y en condiciones de menesterosidad evidentes, configura un horizonte de posibilidades que se les niega de forma rotunda a quienes persisten afuera. Pero suele suceder que se omita otra manifestación de las necesidades no satisfechas: quienes ofrecen trabajo, venden todo tipo de productos o intentan promocionar sus habilidades para obtener el sustento diario.
Por supuesto que no incluimos a las grandes tiendas ni a las empresas multinacionales. Si hurgamos un poco en la red, si avanzamos del centro a la periferia, en términos simbólicos, podremos encontrar en Facebook, en LinkedIn, en Mercado Libre, sujetos que anuncian su menesterosidad con desesperación, con urgencias, con agonía. También hay grupos de trueque (y no sólo en Argentina) y de búsqueda de trabajos diarios (antes se las llamaba changas). Hay una denominación muy posmoderna que en su afán de otorgarle brillo a cualquier circunstancia, apelando tanto a la retórica como a la remanida meritocracia del esfuerzo individual, que busca ocultar estas problemáticas bajo el título de emprendedores. La miseria ideológica que puede portar el lenguaje es enorme, ¿no es cierto? Una persona sin trabajo que busca hacer tortas para paliar su situación no es más que un desocupado que trata de usar la red para no caer en mayor desgracia. Sé que resulta una obviedad (me disculpo por eso), sucede que en un momento en que el lenguaje aceptado es aquel que menos dice y que trata de no incomodar al bien pensante, se vuelve indispensable redundar para desplegar un significado que confronte con el sentido común.
Quienes a diario se conectan en pos de resolver su manutención ponen en evidencia que se vuelve necesario aplazar las celebraciones tecnofilicas y también reorientar las críticas: hay más lamentos por los videojuegos que por la falta de oportunidades.
A veces hace falta mirar la parte vacía del vaso, para poder valorar con fundamentos la parte llena. Porque si hay un porcentaje importante de habitantes de la red que padecen necesidades básicas, ¿qué podría esperarse de quienes ni siquiera han podido sumarse todavía?
En 1710 el filósofo alemán Leibniz postuló que habitamos el mejor de todos los mundos posibles: hay muchos contemporáneos que opinan igual, sin ni siquiera saber nada de su obra.