
Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
Las expectativas que estuvieron ligadas al desarrollo de la radio, tanto en su etapa militar, de apropiación individual por parte de los radioaficionados y luego con la conformación de las grandes emisoras comerciales, fueron variadas y hasta contradictorias. Las fuerzas armadas querían el monopolio para tener ventajas contra sus enemigos, los primeros usuarios querían conservarlo para dialogar con los demás interesados dispersos alrededor del mundo y las empresas querían entretener e informar para vender publicidad, como es habitual. Sin desconocer las diferencias que existieron es posible advertir que los aunaba algo: cifraban en el nuevo dispositivo una esperanza.
A pesar de que el medio no pudo satisfacer las demandas de todos los sectores, ya que hasta hubo quienes esperaban que sirviera para hablar con los muertos, pudo conformar una forma de relación con la sociedad que la caracterizó durante todo el siglo XX: si el oyente era fiel y paciente obtendría aquello que deseaba: una canción, un saludo, una información o un testimonio. Pero para lograrlo no había atajos. Quienes conducían el programa tenían un poder, que era casi un prodigio: lograban detener la vida de un sujeto a partir de una palabra o una melodía. Había un largo antes, un durante lleno de gozo y un después que se añoraba con gratitud. Esa experiencia, aun siendo cotidiana, constituía un regalo que dejaba una marca indeleble en cada protagonista, a la vez que reforzaba su condición de público de determinada emisora o programa. Y también establecía una forma de interacción que anteponía la exposición de contenidos diversos, anuncios y repertorios de toda índole hasta dar con aquel que deseábamos. No en pocas veces ello permitía ampliar el gusto musical y obtener conocimientos sobre áreas desconocidas. La espera devenía en apertura cultural, en renovación de temáticas y géneros artísticos. Era una aproximación al ejercicio de la democracia.
Sin embargo, una vez que la red nos cobijó como habitantes digitales la radiofonía ha ido cediendo parte de su encanto a partir de la constitución de formas más automáticas de acceder a contenidos. La accesibilidad casi irrestricta a discografías completas, y a todo tipo de producciones sonoras ha ido pauperizando el acto de la recepción, ya no hace falta esperar y puede repetirse tantas veces como queramos. En consecuencia, más que un acontecimiento es apenas un hecho informático menor, apenas un aviso para que un algoritmo nos haga una oferta de autores similares. No se trata de negarse al avance de las posibilidades tecnológicas de conservación y distribución de ningún material, sino de advertir que en la transformación de las prácticas culturales mediáticas contemporáneas hay hábitos que al abandonarse se vuelven una pérdida notable. Cada dimensión que un acto de comunicación relega en su afán digital obtura una interpretación, un significado. Si la desaparición de un idioma revela la pérdida definitiva de una manera de explicar el mundo, cada opacidad que se suma a la comunicación mediática, entendida como un acontecimiento social de intercambio de emociones, saberes y deseos, conforma una irremediable resignación que nos hace menos densos y que podríamos identificar con la vertiginosa pérdida de la paciencia, de la espera y de la tolerancia no sólo en relación a la radio y sus temporalidades: ¿o acaso alguien oye completo un mensaje de WhatsApp de 20 minutos? Si la radio alentaba la expectativa, la red la desintegra.