
La lista de autores que sostienen que el mal de nuestra época es el uso intensivo que hacemos de la tecnología, es muy extensa. Tan amplia es que cada día suma nuevas adhesiones. A veces pareciera que se trata de una competencia (no declarada) para saber quien es capaz de proponer la crítica más determinante o aquella que logra conmover a más personas. Gracias a sus apreciaciones con ínfulas de saber producido científicamente (es preciso recalcarlo: muchos de esos textos no son el resultado de una investigación) ya estamos convencidos que la memoria, la atención, los vínculos y el tiempo se han transformado de una manera fatal e irrecuperable.
Acordar que las consecuencias del uso de los dispositivos digitales están siendo la ruina de nuestra civilización no resulta, por lo tanto, muy arriesgado. Sin embargo, este consenso no trae ninguna lectura crítica sobre las condiciones económicas en las que se desarrolla, acaso eso suceda porque estamos tan inmersos en el capitalismo que, de alguna forma, es parte de nuestro hábitat. O tal vez porque se asuma como justo y necesario. Justo porque le da a cada uno lo que merece; necesario porque ningún otro sistema podría hacerlo. De lo contrario, es difícil explicar cómo es posible que se omita con tanta insistencia las condiciones económicas en las que se desarrolla la red.
Un análisis de las prácticas culturales que están ligadas al celular y de qué forma impactan en las nuevas reglas sociales, ¿es válido si no se contempla el contexto? Se desprecia al consumo, pero no se hace referencia al sistema económico que se sostiene gracias a su multiplicación cotidiana. Se monetizan las relaciones entre un creador de contenido y su público, y en base a su éxito o fracaso se elaboran conclusiones respecto a la mercantilización irrefrenable y a la pérdida de la autonomía del arte, aunque se evita exponer con claridad por qué esa relación puede considerarse plausible.
La libertad de mercado también se expresa en cada interfaz. Si la premisa que estructura al sistema económico liga al tiempo con la productividad, no puede considerarse casual que las plataformas busquen detenernos en sus dominios o que nuestra ilusión de consumo se exprese buscando otro video, mirando otro meme, eligiendo otra canción: la acumulación de capital y de sensaciones tienen mucho en común. No se procura reducir la multiplicidad de experiencias a la mera economía, pero sin que ese ejercicio suponga desentenderse de ella y estimar que cada hábito es malo en sí mismo y no responde al orden imperante.
La ilusión de abundancia que produce ingresar a la red es, para la población mundial menos unos pocos, el único sucedáneo de riqueza que podremos sentir en toda la vida.
La necesidad de multiplicar nuestras posesiones no es un asunto de la naturaleza, lo hemos ido construyendo en Occidente, durante años. En consecuencia, la avaricia obtiene legitimidad porque su práctica se acepta y se adopta simbólica y materialmente. Estamos atravesados por el capitalismo, sólo se salvan los textos que se preocupan por los hábitos contemporáneos.