Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
No es una novedad sostener que la consagración de lo propio es una de las características más frecuentes en la conformación de los espacios personales, si es que es válido un término así para un espacio multitudinario y en expansión como la red. Pero, de alguna forma debemos denominar a ese ambiente del cual nos apropiamos (es decir hacemos íntimo a la vez que público) y que configura, sostiene y propicia nuestro desempeño de un modo inédito.
Aunque no resultaría sencillo elucidar en busca de qué utopía cada uno se sube a la torre de babel informática y arma su gueto, bien podemos acordar que sus cimientos están enraizados en elección subjetiva y puramente empática que cada sujeto realiza en pos de sentirse acompañado. Al fin y al cabo, somos individualistas y posmodernos pero gregarios.
Y entonces, como una consecuencia lógica (mitad algoritmo mitad reglas de urbanidad digital), se despliega una larga réplica de micro comunicaciones ligadas a los sentimientos positivos, velando los accesorios retóricos y los recursos discursivos propios de la ficción (¿televisión, fotográfica, cinematográfica?), ¿de qué arte se han incorporado la mayor cantidad para construir nuestros perfiles y publicaciones: somos fotógrafos, cineastas, dramaturgos? Las variaciones en las estrategias discursivas puestas al servicio de la exaltación del yo y de todo cuanto me parece verdadero, bueno y bello habilitan preguntarse acerca del preciado valor que aglutina la aprobación social en la red.
Me pregunto qué sustenta el intercambio cotidiano (y acaso fatigoso) de “me gusta”, qué lo hace atractivo a pesar de su consabida reiteración.
¿Cuál es el objetivo y/o el sentido que se persigue en la frecuente publicación de secuencias rutinarias cuyo único mérito parece ser la constancia para realizarlos y la aplicación para transformarlos en asuntos compartidos? ¿Será que un evento vale por su triunfo en la red (es decir por la cantidad de comentarios y felicitaciones que es la capacidad de obtener) y no por su experiencia en sí? Si es así, ¿cómo podríamos discernir la simulación, el plagio o la impostura de la realidad? ¿O acaso no tiene sentido tal distinción?
En consecuencia, si confundimos comunicación (es decir, poner en común con otros) con acumular reconocimiento cuantitativo no solo estaríamos ante una experiencia que parece más próxima al consumo que al intercambio, sino que también estaríamos ante el peligro de preferir su representación que a la persona, su foto de perfil a su rostro. Como alguna vez advirtió el filósofo alemán Feuerbach en su famoso libro “La esencia del Cristianismo”: “sin duda nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”.
La red nos permite efectuar interacciones basadas en la construcción ficcional de cada uno, de alguna forma todos somos más o menos consientes del engaño pero nadie quiere evidenciarlo. Todos, de a ratos, jugamos a parecernos a un rey que se pasea desnudo y que espera que le elogien la ropa.