Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
La década de los noventa nos enseñó a odiar a los medios audiovisuales. La crítica académica empleó todo su arsenal bibliográfico para derribar cualquier posibilidad de optimismo, frente a las nuevas condiciones comunicacionales que propiciaba la expansión de la televisión por cable. La oferta de canales propicio la práctica del zapping, antes también podía hacerse, es cierto. Pero no se disponía de más de cinco posibilidades, por lo tanto, su recorrido era breve. Para Landi significó la ocasión para que la creatividad del público pudiera expandirse, dado que cada quien hacía el recorrido que quisiera. Para Sarlo, por el contrario, supuso la conversión de la teoría en chatarra. ¿A quién se le podía ocurrir que la recepción tuviera un margen de acción individual con sentidos no definidos por el emisor? Para muchos las mediaciones propuestas por Barbero son como la constitución: la citan pero jamás la han leído.
Es interesante advertir que la lectura posee más fueros que cualquier otro acto de consumo cultural. La lectura supone, siempre, a un sujeto activo, crítico, imaginativo y con una capacidad intelectual superior. En cambio, los medios audiovisuales resumen las aspiraciones más viles y vulgares de cada sociedad. Cierta intelectualidad criolla adhiere a McLuhan, acaso sin reconocerlo: para ellos el medio es el mensaje. Siempre.
La afirmación más categórica acerca de este debate la generó Sartori, acaso el apocalíptico más contemporáneo, el que anunció a la larga lista de entristecidos pensadores que anuncian a diario el fin de la cultura. Me pregunto si hacen referencia a su cultura o a la nuestra.
El libro “Homo videns” es, probablemente, uno de los textos de repudio más feroces que se han escrito desde 1997. “La sociedad teledirigida” es más que un complemento del nombre, es una definición. Sus formulaciones teóricas son contundentes, como se puede apreciar en el siguiente párrafo:
“La televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender”.
Salir de las estructuras construidas durante siglos por la cultura letrada, suspender (al menos por un momento) las afirmaciones de Aristóteles acerca de la retórica, dialogar acerca del sentido que producen los televidentes, admitir que las imágenes y la oralidad poseen una profunda condición significante resulta arduo, arriesgado y sin certezas acerca de los modos en que el conocimiento está siendo reformulado por las nuevas generaciones. Por lo tanto, como se comprende, es más sencillo refutar cualquier novedad y mirar hacia uno mismo para hallar el preciado refugio ante tanta barbarie iletrada. Margaret Mead, desatendiendo el llamado de sus congéneres, sostiene que “para construir una cultura en la que el pasado sea útil, debemos ubicar el futuro entre nosotros”.
La crisis de los conceptos no significa la crisis de la cultura. La perplejidad no habilita el desprecio.
Para comprender hay que intentar subvertir la subjetividad, o al menos, reconocer su indigencia.