Dr. Luis Sujatovich – UDE- UNQ –
Los medios de comunicación ayudaron a consolidar la modernidad y gracias a su destacado rol obtuvieron una centralidad reconocida hasta por sus más férreos detractores. Los extensos debates que suscitaron sus tan mentados efectos (positivos y negativos) generaron incluso que un destacado intelectual europeo, llamado Umberto Eco, le dedicara en 1964 una obra que se convertiría en un clásico, titulado: Apocalípticos e Integrados. Pero, es preciso consignar, luego de tanto tiempo transcurrido que ni la diatriba más enconada pudo atisbar aquello que parecía estar desarrollándose en las entrañas mismas del sistema de medios: la relevancia del individuo, de la unidad mínima del rating, del lector urbano, del simple espectador u oyente cotidiano. Es posible realizar una historia de los medios sólo apelando a sus condiciones de recepción, es decir describiendo cómo eran consumidos los mensajes en cada época.
La prensa tuvo que inventar al lector y hasta que logró que los Estados nación hicieran propia la necesidad de una ciudadanía alfabetizada, las prácticas de lectura eran colectivas (dicen los estudiosos que el éxito del Martín Fierro mucho le debe a los momentos de reposo en el campo, los peones sentados alrededor del fuego escuchando con atención a quién de memoria o leyendo recitaba los versos más famosos de la literatura nacional). El cine también tuvo que bregar para conquistar su público para diferenciarse del bullicioso circo criollo. Pero no fue nada sencillo, dado que el cine mudo parecía estar más cerca de las vanguardias artísticas que del interés popular por entretenimiento. Para la radio la situación fue más sencilla, pero hasta que los equipos bajaron su costo, la escucha no pudo ser individual. La televisión corrió la misma suerte y necesitó del desarrollo del mercado para que se volviera un objeto alcanzable para un porcentaje importante de la sociedad.
Este brevísimo repaso no sólo nos marca que los medios tuvieron que hacer esfuerzos para lograr obtener reconocimiento y estima por parte de los consumidores, sino que se trató de espectáculos grupales y a veces, sociales como el cine. De ninguna forma se pensaba la instancia de recepción como solitaria, personal, individualizada. Dos ejemplos nos pueden ilustrar acerca de esta particularidad: la radio cuando comenzó a utilizarse por los radioaficionados sólo contaba con un auricular, ya que la propuesta consistía en generar una conversación de un punto a otro, más semejante al teléfono que a la radio difusión. Sin embargo, ese modelo no triunfó y poco tiempo después las emisoras se multiplicaban por el país y los equipos de radio traían parlantes: el goce estaba en compartir, no en aislarse para escuchar en soledad.
Edison, entre sus grandes invenciones, creo a finales del siglo XIX el kinetófono que permitía observar una película de forma individual, sin embargo no consiguió convencer a los empresarios que invirtieran en su dispositivo. La pregunta sería ¿por qué no logró convencerlos? Por el mismo motivo que la radio no prosperó con un solo auricular: la relación con los medios estaba muy ligada al entretenimiento y éste era eminentemente social, por lo tanto los dispositivos debían amoldarse a esa demanda.
Desde el inicio del siglo XXI estamos en una etapa diferente, el híper individualismo ha encontrado en los medios digitales su espacio más fructífero para expandirse. Basta ingresar en la red para advertir la posibilidad sin precedentes de elegir música, películas, lecturas, noticias que se ajusten a los antojos del consumidor. La relación con los medios ya no es parte de un acontecimiento social, ni siquiera familiar. El individuo y su celular se han convertido en la medida de todos los medios.