Dr. Luis Sujatovich – Universidad Siglo 21 – UDE –
Los objetos culturales pueden utilizarse para comprender las ideas de una época. Y no es necesario detenerse en aquellos que se han vuelto más valorados, o que se suponen diferentes por sus cualidades artísticas. Los géneros menores también poseen algunos indicadores que permiten efectuar el mismo análisis. ¿O acaso los dibujos animados no nos ayudan a interpretar a una sociedad? La propuesta no consiste en replicar (burdamente) el trabajo desarrollado en el libro
“Para leer al Pato Donald”, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, porque considerar que la recepción es un acto absolutamente determinado por el mensaje es, al menos, una subestimación que no puede aceptarse. Nadie es solamente el recipiente o el medio para que un contenido se propague. Cualquier persona es mucho más compleja, profunda e indeterminada que un simple canal. ¿Hace falta recalcarlo?
Quienes sostienen con gesto adusto que estamos atravesando un período de decadencia cultural y para ello se amparan en los nuevos contenidos y en la participación irreverente y múltiple de ignotos habitantes de la red, sería importante – para ahondar en el examen que estiman urgente realizar – revisar cuáles han sido los comportamientos que se han ido suscitando desde los medios de comunicación tradicionales, es decir, sin la intervención vulgar e impertinente que nos caracteriza.
Se podría considerar entonces – dentro de las tiras televisivas más famosas – a “Popeye, el marino”, Tom y Jerry, Bugs bunny y cualquier otro personaje creado por Looney Tunes, como representantes significativos de una forma de conducta que sólo atañe a las generaciones anteriores. En consecuencia, las formas de resolución de los conflictos que se relatan en cada episodio estarían en plena concordancia con los valores tradicionales. Por lo tanto, golpear a otro hombre para tener derecho a una mujer, o que un gato persiga con ferocidad a un ratón, aunque carezca de hambre, resultan estrategias plausibles. Era parte de una realidad confortable, difundida y celebrada. Con un agravante: la infancia era su público más frecuente.
Los consumos culturales de las generaciones pretéritas no parecen estar en condiciones de habilitar las quejas y demandas que vierten sobre los demás. Además, sería justo indagar respecto a cuáles fueron las circunstancias que llevaron del esplendor perdido a la decadencia que nos ocupa, ¿no hay ninguna responsabilidad de su parte? ¿O por el contrario, el necesario cambio operado en la subjetividad contemporánea les afecta tanto que sólo les queda lamentarse? Si se acepta que estamos en decadencia, deberían evaluar sus errores. Si, por el contrario, estamos asistiendo a un cambio – ya no nos parece divertida la violencia ni creemos que nadie es un premio para los más fuertes – bien podrían aceptar que su influencia no es muy inspiradora. Y ello conforma uno de los aspectos más auspiciosos de nuestros días.
En vez de valorar la transformación, la cancelan. Y tratan de reconstruir su mundo a fuerza de denostar aquello que no comparten, que no entienden, que nos los convoca. No es decadencia, es continuación. Pero con algunas mejoras.