Por R. Claudio Gómez
Entre ayer y hoy, hemos visto por las redes sociales la exaltación de José de San Martín a las bondades y beneficios de la creación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, un 16 de marzo de 1812. El historiador Felipe Pigna -a quien debemos reconocerle, entre otros méritos divulgativos, una la inteligente estrategia de usar textos cortos y citas para promover la lectura rápida y, así, la activación de la memoria, en Internet- recordó aquel acontecimiento fundacional y, con él, la posición de San Martín acerca de las bibliotecas.
Cita Pigna al hijo de Yapeyú: “Los días de estreno de los establecimientos de ilustración son tan luctuosos para los tiranos como plausibles a los amantes de la libertad. Ellos establecen en el mundo literario las épocas de los progresos del espíritu, a los que se debe en la mayor parte la conservación de los derechos de los pueblos. La Biblioteca Nacional es una de las obras emprendidas que prometen más ventajas a la causa americana. Todo hombre que desee saber, puede instruirse gratuitamente en cuanto ramo y materia le convenga”.
Desde aquel 1812 y aun antes, las bibliotecas atravesaron las buenas y las malas, iguales siempre, que las que pasó la sociedad, por lo menos, aquí, por estos lares.
Hasta la aparición de la Red –una forma de biblioteca universal, infinita, que acaso se parezca a la que presagió Borges- no pocos se formaron a través de las bibliotecas públicas. Además de las bibliotecas del Estado, existieron otras tan fecundas y eficaces a los lectores jóvenes como aquellas enormes, de edificios grises e iluminación tenue. Las escuelas y los clubes de barrio ofrecían a los curiosos, sino una gran variedad de volúmenes, al menos las posibilidad de saciar la urgente consulta o el simple placer de leer.
En las escuelas y en los clubes, las bibliotecas siempre alojaron libros viejos, productos de compras de oferta o de animadas donaciones. Pero eso no afectaba su esencia, porque, entonces -en tiempos pasados- lo viejo nunca era tan viejo y a veces, cuando era arte, merecía la membrecía de obra clásica. Las cosas desaparecen ahora; antes perduraban. También allí había manuales que las mamás de los estudiantes avanzados dejaban para sus continuadores.
Quien esto escribe posee una modesta biblioteca en su casa. Modesta y tan querida como una gratitud. Sería capaz de morir -igual que W. Benjamín (1892-1940)- si lo alejaran de ella o se la proscribieran, como intentó hacerlo un psiquiatra años atrás.
La biblioteca de mentas sigue la concepción caótica de Mallea. Es decir, no tiene un canon ni una guía, promueve la lectura en diagonal y es archivo de cualquier cosa que se parezca a una hoja escrita. Sin dudas, como todas, se inició con un primer libro: creo que fue “Fonabio y el león”, de René Guillot. Físicamente ya no está: extraviado o prestado son los términos que mejor representan su ausencia como objeto. Pero existe en la memoria del humilde bibliotecario doméstico, quien sabe que lo poseyó, allá, por 1972 y que era de la colección Iridium.
La bilioteca es una especie de memoria pasiva (la biblioteca, no el libro), que aloja no solo palabras, fantasías o reflexiones, sino también épocas. Y un libro es la resonancia de una época que, callada, como ausente, aguarda su momento de regreso en aquel polvoriento estante de madera.
Así de improviso apareció, de entre los escombros literarios, “Los días de Alfonsín”, de Pablo Guissani. Basta el prólogo para interesar a los mayores de cincuenta sobre los agobiantes rigores políticos del regreso a la Democracia. Se trata de la recopilación de artículos que Giussani –escriba y defensor del gobierno alfonsinista- publicó con original pericia y articulada narrativa en el diario La razón, durante 1985.
1985, el verdadero año de la vuelta de la Democracia en Argentina, cuando la sociedad comprendí y establecía que la suerte de su libertad y destino no era una “ficción que se disuelve cuando entran en escena los militares”.
El libro de Giussani es interesante desde varios aspectos. Primero, nos permite saber cómo fueron aquellos días, en los que se alojan, como en los signos de las cavernas, los problemas que se superaron y las carencias que subsisten imperturbables. Y luego, para leer la permanencia de ciertos nombres y apellidos que subsisten a cambio de camiseta y cuyo único sentido en la vida democrática parece ser el de acumular poder; poder por el poder mismo, sin ninguna otra finalidad ni conciencia.
Soñar con que todos compongan su propia biblioteca es desmesurado e irrespetuoso. Que cada uno camine por las calles que mejor lo lleven. Pero, si tiene ganas, arme la suya, física o virtual: verá así qué nutritivo resulta tener la memoria de otros y, acaso, también su propia conciencia de época.