Una mirada sobre San Vicente de lo que no se ve

Por Guillermo Cavia –

Aquello que nos rodea está anunciando momentos: la historia, el futuro, el presente. ¿Pero es sólo el presente la única realidad de los instantes? Si miramos una estrella, lo que vemos es su luz proyectada, porque en verdad ese astro ya no está, desapareció hace un tiempo (acaso indeterminado para la humilde extensión de nuestros sentidos naturales). Ese hecho permite descubrir el pasado, desde el propio presente: ir atrás, como si tuviéramos una máquina del tiempo.

Hay que imaginar la tierra en un tiempo más antiguo. Detenerse en un sitio. Observarlo. Mirar los pastizales que se mecen con el viento. Hay que desandar las alambradas y los caminos. Tratar de quedarse con el paisaje que trae la magia de algunos sonidos: chicharras, sapos, loros, viento. Todo eso que oímos es parte del ahora y lo fue en otro tiempo. Ahí está la laguna aquietando sus aguas en las tardes de sol. La vemos y podemos divisar a los niños de la familia Pessoa jugando en la orilla, la que mira al sur.

La laguna es como un ojo. Nos mira y a la vez la vemos. Podemos hacerlo mirando más allá de lo que nos deja ver. Son aguas, iguales y diferentes, a las que Juan de Garay, fundador de la ciudad “de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires”, nunca vio, aunque conocía su existencia. El 24 de octubre de 1580 repartió tierras para crear estancias desde los altos de San Pedro (actual Parque Lezama) hasta la Magdalena, cuyos frentes daban al Riachuelo y al Río de la Plata.

Se distribuían las tierras indiferentes a la verdadera pertenencia, la de la naturaleza y las de sus primeros pobladores. Porque pueblos originarios se desarrollaban allí, era su hábitat, como en el caso de la laguna “del ojo” como bien la llamaban. En sus adyacencias empezó a sentirse un aire ajeno que venía de lugares lejanos y traía otras ideas, diferentes costumbres. Se formaba una Nación sobre la sangre y los rostros de otros.

La Historia se compone de soles y de lunas. La zona organizó reducciones de poblaciones, habitantes originarios. Los padres Franciscanos trabajaban con los hombres, mujeres y niños del lugar. Tan fuerte se torno el nombre de la reducción que se estableció en el último tercio del siglo XVII, ese nombre a la laguna, dejando atrás el de la laguna “del Ojo”. Todo ocurría allí en ese entorno bajo los signos de ese tiempo. Seguramente había esperanzas de mejores épocas, de progreso, de trabajo. También en medio de ese entorno nuevo llegó la viruela´, cuyo mal no dejó rastro alguno de las reducciones. Las desapareció con la misma pericia que el el viento tiene para mover la arena.

Sigo pensando en los niños de la familia Pessoa, en Antonio, que cuando mayor, en 1740 recibió en herencia de su padre Luis, una estancia de legua por legua y media en cuyo centro estaba la laguna “de la reducción”. En su margen norte, hacia 1750, uno de los hijos de Pessoa que era clérigo y se llamaba Vicente, edificó una capilla. La puso bajo la advocación de San Vicente Ferrer. En 1780, el Obispo de Buenos Aires, Fray Sebastián Malvar y Pinto solicitó el consentimiento para erigir nuevas parroquias en el pago de la Magdalena, fundando su pedido especialmente en las grandes distancias que separaban a los feligreses de sus iglesias. Así, se dividió la zona en tres nuevos curatos: el de los Quilmes, el de la Isla (actual Magdalena) y el de la laguna de la Reducción. En este último, Vicente Pessoa asume en la parroquia. El Obispo le solicita que ceda su capilla particular, para que sirva de parroquia ante la imposibilidad económica de construir otra.

Mirar el horizonte es ver más de lo que se puede alcanzar a mirar. No es ni más ni menos que los límites extensos del curato de San Vicente, que incluía gran parte de los actuales partidos de: Cañuelas, Monte, General Paz, Coronel Brandsen, Florencio Varela, Presidente Perón, Almirante Brown y Ezeiza. Era el principio de ese tiempo. Cuando lo que estaba hecho era nada y la nada estaba por hacerse. La laguna “de la reducción” cambió otra vez de nombre y pasó a llamarse “San Vicente”. Había ahora una capilla y gran cantidad de personas que iniciaban una población lo bastante grande para sentirse parte estable del lugar. En 1803 muere el padre Vicente Pessoa. Uno de sus sucesores, Atanasio San Martín, construyó en 1817 una nueva capilla con el aporte de todos los vecinos, pues la antigua estaba casi destruida y el número de feligreses había aumentado.

La iglesia en el año 1830 era la única edificación de material, el resto de los cobijos constaba de ranchos de barro y paja. Incluso la distribución de los mismos, al igual que sus calles obedecía a la voluntad de su gente, que establecía su lugar sin responder a ningún orden instituido. Pero es en ese año cuando el gobernador Rosas decreta el reordenamiento de los pueblos de campaña.

Para esos tiempos, la economía sanvicentina dependía principalmente de la cría de ganado, pero a fines de la década de 1830 se instalaron en el partido varias familias británicas que apuntaron sus actividades a la cría del lanar y llevaron a San Vicente a ser unos de los mayores productores de la región. Veintiséis años después se produce el traslado de San Vicente al sitio que hoy ocupa. La propuesta de trasladar el pueblo -que entonces lindaba con la laguna- a una zona más prospera, que no tuviera tantos bañados, fue motivo de conflictos, pero el gobierno de la provincia convocó a una comisión examinadora, que aconsejó llevar el casco urbano algunas cuadras al sur de la laguna. Allí, en 1856, se instaló el nuevo centro de San Vicente, que sirvió como puntapié al desarrollo de la ciudad.

En 1865, el Ferrocarril Sur inauguró el recorrido Constitucion – Chascomús. Como parte del proceso la compañía instaló vías en el distrito y se creó la estación Empalme San Vicente, que estaba ubicada a unos seis kilómetros del pueblo y que más adelante se transformaría en la estación de Alejandro Korn. Ya en la década del 1870 y como consecuencia del avance del ferrocarril, San Vicente debió ceder tierras a Brandsen y Almirante Brown. Durante las primeras décadas del siglo XX, San Vicente continuó perdiendo tierras: en 1913 cedió terrenos a Esteban Echeverría y en 1924, a Florencio Varela.

La tierra es la misma, el aire no ha cambiado, ni siquiera el clima. El agua de la laguna de San Vicente baña la costa. Quizás las huellas de los caciques, como la de los niños Pessoa jugando en la orilla están aún intactas, apenas mojada de agua, arcilla y vientos. Puede que las mismas piedras hayan estado en las palmas de las manos de esa gente, de esas mujeres y de esos hombres. Así como también es posible que la flor del cardo, que ahora vuela en el campo, sea la misma que vio tantas veces pasar la laguna “del ojo”.