Por Guillermo Cavia*
Suele haber distintas manifestaciones que nos puede dar la vida y la muerte en un instante, en la palma de la mano. Cómo suceden a veces los hechos es una incógnita. Indudablemente acontecen a diario.
En la vereda de mi casa hay un fresno, es un árbol grande que da buena sombra en el verano. También allí, en ese pedazo de tierra, descansa nuestra perra Lola, hasta hay una piedra con su nombre.
No hace mucho, en ese sitio del pequeño cantero, otro árbol empezó a abrirse comino. Hizo allí su lugar en el mundo. Se trataba de un árbol de Mora. A fines del año pasado parecía solo un arbusto, pero cada día crecía un poco más.
El Fresno que ocupa todo el espacio es demasiado grande y me di cuenta que la Mora se inclinaba un poco, como tratando de alejarse para tener su propio universo. Entonces pensé que cuando los meses dejaran de tener “r” lo iba a llevar a un lugar distinto.
Busqué otros sitios para el joven árbol y creí que la rambla sobre la avenida sería un territorio perfecto. Algunos árboles que antes ocupaban ese lugar, ya no estaban y quedaba un punto que parecía podía ser el adecuado.
La idea de plantar un árbol es siempre buena, nos dan la posibilidad de respirar, nos permiten la vida misma. Además, su sombra es necesaria y en este caso, hasta la suerte de tener en poco tiempo moras negras o blancas.
Hice un pozo en la rambla, lo suficientemente profundo para traer allí la Mora. Luego fui hasta el cantero de mi vereda, cavé para sacar la planta y la llevé hasta su nuevo lugar. Mientras caminaba tenía miedo que no sobreviviera, pero imaginaba que con agua y cuidados diarios todo saldría bien.
Mientras terminaba de llenar el pozo para que el árbol de Mora quedará bien plantado, un hecho que parecía aislado comenzó a ocurrir: Cruzando la calle se abrió la puerta de una casa. Allí dos mujeres se aprestaban a salir a festejar el último campeonato ganado por su equipo de fútbol.
Las cosas a veces suelen suceder por alguna razón. No las conozco. Tampoco podría medir el tiempo exacto en que esas cosas pueden acaecer, pero pasan, como si un fucilazo nos dejara sin aire, perplejos, atontados por un microsegundo que se repite en un tiempo sordo.
Un Labrador Golden también salió de esa casa de enfrente, estaba impulsado por su fuerza joven, vio tal vez el movimiento inusual en la rambla y corrió directamente hacia allí, lo hizo bajo la poca iluminación de la tarde oscura del otoño.
El animal no pudo llegar a su destino, lo sorprendió un vehículo que venía a velocidad por la arteria principal. Se oyó el golpe, la frenada y el espanto de todos nosotros. Ese intervalo que se abre ante todos los que vemos e incluso los que no vemos, pero que sabemos algo aterrador ha sucedido.
Luego las corridas, la preocupación, la salida urgente hasta una veterinaria de guardia. Todos tratando de ayudar. Pero la muerte ya nos acompañaba, estaba preparada para dar en tan solo un momento más, el golpe final.
Ahora, mientras escribo estas letras me pregunto en los contrasentidos entre la vida y la muerte, porque con la misma pala que estaba tratando de preservar la vida de un árbol de Mora, al instante estaba haciendo un pozo para enterrar a un hermoso perro, parte esencial de esa familia.
Desconozco si son incoherencias, contradicciones, destinos escritos. Incluso no estoy tan seguro de qué hubiera pasado si no tocaba el árbol de Mora. Rechazo y omito aquí toda posibilidad de coincidencias, pero a la vez me queda el tremendo vacío de haber sido tocado en un mismo momento, con un soplo de vida junto con el espantoso aliento de la muerte.
Fotografía: En Provincia.