Por Reynaldo Claudio Gómez –
Rechazaba la categoría de mago. Aceptaba mejor la de prestidigitador o ilusionista, pero se definía como experto en cartas.
A los 86 dio vuelta su último naipe en un sanatorio de Tandil, la ciudad que lo había adoptado.
Un simple truco de bolsillo lo deslumbró a los siete años. A los nueve perdió su brazo. Claro, la imposibilidad no era una marca de su destino.
Asombro y habilidad conjugaron sus dotes. Sin embargo, no fueron esos sus mayores méritos ni los más evidentes (Dispense Dios la relación entre ese concepto y ese hombre).
Dueño de una particular percepción del público (en su más amplia concepción) elaboró un lenguaje seductor no exento de citas célebres. Lo hizo con la eficacia del arquero que acierta el blanco: su palabra era una flecha exacta, acaso borgeana.
El resto lo construyó la baraja, cierto aroma de luces difusas, el paño rojo sobre la mesa y una tarjeta de cartón que aparece, desaparece y vuelve a aparecer.
El truco de la vida radica menos en la virtud que en la poética con que se narra esa virtud y aún la derrota. Desgraciado es aquel que no despierta el asombro. Digamos que René Lavand fue el menos desgraciado de los mortales.