Dr. Luis Sujatovich – UDE – Universidad Siglo 21 –
La relación textos (en su formato tradicional) y lectores no está atravesando una época de esplendor. El lamento es tan largo y repetido que no hay intelectual que no haya caído en ese lugar común. En esas ocasiones suelen confundir las atribuciones de su rol: están para ofrecer una alternativa de consumo cultural que permita una problematización del contexto pero sin renegar del goce y de las preferencias populares. La consagración del libro es un fetiche que ya muestra sus limitaciones (basta concurrir a una librería para advertir que en ese formato también hay horóscopos) y su ataque permanente al fútbol y a cualquier otra expresión que no comprenden no ayuda en nada. Sólo los excluye más, los vuelve anticuados y por lo tanto, inoperantes. Por eso sus palabras tienen poco reconocimiento.
La indiferencia que suscitan las notas periodísticas, los libros y también muchas de las publicaciones en la red se le atribuye a la pereza y/o a la incapacidad del lector. La falta del hábito, la búsqueda del entretenimiento, la necesidad de las sensaciones fugaces, son sólo algunas de las expresiones que se utilizan para fustigarnos. Porque en este esquema expositivo, la responsabilidad sólo es nuestra. Quienes escriben están exentos de cualquier crítica. ¿Cuántas veces se identificó a la calidad de la prosa como responsable de la falta de interés que genera? Se supone que quienes escriben están por encima de los demás y éstos sólo tienen la función de aprender de aquellos, más allá del modo en que se expresen. Como saben más, escriben bien. O no importa cómo lo hagan.
Resulta curioso de qué forma se sostiene una costumbre propia de la Edad Media: la autoridad del letrado que no debe detenerse a contemplar la opinión del vulgo ignorante. Pero en la posmodernidad, a nadie intimida un título, sea de una obra o de la nobleza.
Se vuelve necesario, por lo tanto, no sólo aceptar que la responsabilidad es compartida, sino también que el modo en que nos tratan no nos satisface. No sólo tenemos que leer páginas, aburridas y carentes de toda estética, sólo para no perder nuestra condición, sino que, si por un momento, cedemos ante el aburrimiento y optamos por un video, nos sancionan con reproches como si fuésemos díscolos adolescentes en una tediosa clase de geografía. ¿Y cuándo nos toca decirles que sus oraciones son horribles y que sus ideas son irrelevantes y están expresadas con torpeza? Quizás por eso detestan las redes sociales: allí podemos dar nuestra opinión y no estamos sujetos al cruel monopolio de la producción textual que tanto nos marcó durante el siglo XX.
Conquistar la atención del lector es un esfuerzo que exige todo el esfuerzo posible. Si no estamos dispuestos al sacrificio, bien podemos dejar que busquen en otro sitio. Nadie desea estar solo en la lectura. Por eso cuando quien escribe está ausente, quien lee se va.