Los textos contemporáneos quieren a los lectores como son

Profesor Dr. Luis Sujatovich* –

La cultura contemporánea exige que la historias no sólo sean breves, sino también que comiencen por el final. La brevedad confiere a los textos una condición extrema: nadie va a esperar para saber el desenlace, por lo tanto, ya tiene que estar aludido desde la primera línea, que es a su vez, la única oportunidad de existir como texto.

Hay dos formas de vincular esta excepcionalidad comunicacional con la historia de la escritura y la lectura: renunciando a la esperanza porque la humanidad se conduce, irremediablemente, hacia la estupidez absoluta (que no puede ser remediada por el lamento de los pocos lúcidos que aún subsisten y que son, vaya casualidad, los voceros de la decadencia); o tratando de comprender que no se trata más que de una aceleración que lleva siglos acumulándose. Basta revisar los recursos discursivos y los espacios que necesitaban en la antigüedad para narrar una historia, por ejemplo, La Ilíada, El Decamerón, La Divina Comedia y los que comenzaron a surgir, durante el 1800, con el desarrollo del periodismo (que también colaboró en la síntesis y en la búsqueda de suscitar la atención con pocas palabras), la aparición del folletín y, por supuesto, con los telegramas y cuentos breves.

La figura del lector no cesa de mutar junto con las formas que adoptan los textos, incluso quienes están pugnando por conservar los procedimientos y los formatos tradicionales, también lo hacen: su participación en la red pone en evidencia que tampoco pueden escapar a las condiciones del tiempo que le toca, aunque no les gusten. Sus publicaciones no replican las cualidades de un texto medieval ni tampoco de una novela del siglo XIX. La centralidad de la literatura en la subjetividad moderna, ya sea por los temas que abordaba o por las formas de leer y expresarse que construía (con firme apoyo de las escuelas) se ha disuelto y apenas puede advertirse en pequeños fragmentos dispersos. Así como sus procedimientos se han vuelto transparentes, porque todos ya sabemos que son una convención que sólo agrada y define al grupo selecto que ha podido instaurarla, también su sentido está atomizado.

La literatura, lamentablemente, se ha parapetado en una serie de prácticas anquilosadas que sólo constituye un modo elitista de leer, de hablar sobre los textos, conformando así apenas un gesto que busca descalificar a las prácticas opuestas (o divergentes) ante un contexto de convergencia. Sin embargo, sólo atienden sus indicaciones aquellos que no las necesitan: la cultura letrada es la retaguardia de la cultura digital.

Los textos contemporáneos quieren a los lectores como son, no como deberían ser. No les piden acreditaciones, ni ofrecen alusiones complicadas de descifrar, acaso porque buscan crear un goce más emocional que meramente intelectual. Quizás por eso aprecian la impaciencia como una cualidad no como una pérdida, demorarse -intuyen- es alargar una promesa que no siempre es bien recompensada. Comenzar por el final supone una valoración suprema del tiempo ajeno. Poseer un contenido, experimentarlo, no es una cuestión de plazos sino de contenido.

*Profesor Universitario – UDE – Universidad Siglo 21 –

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