
Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
Los desafíos virales constituyen una forma de entretenimiento trivial que, gracias a la cantidad de personas que disponen de un momento para participar, genera nuevas consignas cada semana. Es probable que la velocidad de comprensión del enunciado que brinda las reglas para jugar y la búsqueda de actividades frugales que puedan satisfacerse con el celular, brinden un marco propicio para su expansión. También se podría atribuir la ventaja de que involucrarse no supone ningún riesgo social, ni tampoco puede significar la confrontación con algún grupo político, gremial o deportivo. Y ello no es, por cierto, un atributo a soslayar.
Sería muy sencillo arremeter contra quienes se interesan por esas atracciones y convocar a los grandes profetas del cataclismo cultural para propinarles adjetivos que los menosprecien, para que aprendan a divertirse como corresponde. Es decir, como a ellos les parece. Nada de eso sirve para intentar comprender los hábitos y consumos que se gestan al interior del paradigma digital.
Además, es preciso admitir que todos los medios de comunicación hacen uso de esa estrategia hace mucho tiempo. El sensacionalismo en la titulación (y en los contenidos) y el amarillismo como una forma de esparcimiento, es un legado de la revolución de la prensa comercial de finales del siglo XIX y comienzos del XX originada en Estados Unidos. Los crucigramas, las adivinanzas, los chistes, las historietas y el horóscopo son parte de esa sección tan menospreciada por la teoría del periodismo pero a la vez tan frecuentada por los receptores. Típico desencuentro de las Ciencias Sociales.
Pero volviendo a los desafíos, ¿qué otro aspecto podríamos resaltar? ¿Qué los vuelve tan fascinantes? Quizás cierto regocijo pueda vincularse con la fabricación posmoderna de la realidad múltiple, cambiante y sin la centralidad del hecho como asunto fundante de la subjetividad. Algo así como el lado lúdico de la irreverencia con que cualquier opinión es capaz de discutir un evento, incluso aquellos que gozan del mayor estatuto científico. Y las vacunas, lamentablemente, no son el único ejemplo. Tal vez, resulte divertido porque podemos reírnos de las diferentes versiones que pueden postularse ante cualquier cuestión. El color de una camisa, la cantidad de personas en una imagen, el resultado de una ecuación, sirven de pretexto para que miles de personas intercambien su parecer. No es muy arriesgado postular que el goce está más en el variado abanico de criterios que en su resolución. Y allí hallamos una diferencia sustancial con sus antepasados: los crucigramas y demás distracciones suponían una resolución, una respuesta correcta. Incluso los horóscopos suponían la existencia de un futuro predecible. En cambio, los desafíos tienen el atractivo de un final abierto, de una conclusión que se somete a debate. La pluralidad de opiniones sobre un asunto es su núcleo de sentido y su atractivo más eficaz. La polémica sin otro sustento que la subjetividad exacerbada y auto-legitimada cuando no se aplica a un propósito lúdico, parece un ejercicio discursivo riesgoso porque sin darnos cuenta quedamos a la misma distancia de hacernos menos ignorantes o más necios. Y esa dicotomía sí tiene un desenlace.