Dr. Luis Sujatovich – UDE – UNQ –
La modernidad trajo consigo diferentes y sustanciales modificaciones al orden social que la Edad Media había establecido durante siglos. La política, la economía y la irrupción del sujeto no fueron las únicas novedades a consignar: la separación de los ámbitos privados y públicos conformaron un nuevo orden social que estuvo vigente hasta hace poco. Para adentrarse en las transformaciones edilicias, sociales y comunicacionales puede consultarse la famosa (y acaso no tan leída) obra de Habermas “Historia y crítica de la opinión pública: la transformación estructural de la vida pública” publicada por primera vez en castellano en 1981. Allí es posible advertir que hasta la forma de concebir los hogares se vio impactada por el cambio de época. El estatuto de la modernidad exigía que la razón, el orden y el método fueran los pilares de la sociedad y en consecuencia, las familias, su ocio y sus hogares no podían estar apegados a una forma pretérita de existencia.
Acaso la historia de la economía y de la tecnología sea quienes mejor han podido observar – junto a la sociología – las nacientes formas de producción, de consumo y de comercio de bienes que se gestaron desde el siglo XVI y acaso cobraron su vigor más notable entre el siglo XIX y mitad del XX. A partir de allí – a pesar del calendario – el notable historiador británico Hobsbawm dictaminó el fin del siglo XX, o mejor dicho, el fin de la modernidad. Desde entonces estamos inmersos en la posmodernidad (se aceptan variantes tales como modernidad líquida e incluso modernidad tardía).
Sin embargo, más allá de la denominación, podemos reconocer que aún subsisten prácticas de la modernidad pero también es preciso aceptar que aquellas bases que supieron dar sustento a la era de la luz (en todas las acepciones posibles) han dejado el lugar a, por ahora, preguntas que sin tener la fuerza para reemplazarlas, bien han sabido ser una suerte de sucedáneo válido por su lozanía, su irreverencia y por la potencialidad que prometen. La apertura a una forma diferente de conformar una sociedad resulta muy tentador y es comprensible la búsqueda de una renovación que supone cambios. ¿O no es así?
La pregunta es la siguiente: ¿cuál es el es el estatuto de este tiempo? ¿Cuáles son las nuevas claves de organización social? ¿Las nuevas dicotomías se resumen a digital o analógico?
Y por último, ¿cuál es la utopía que la posmodernidad – aún sin mencionarla – ofrece para convencernos de adoptarla? Acaso sea su ausencia, aunque como tal ya es una. Y sin caer en panfletos en favor de la necesidad de una idea que impulse la acción de la humanidad (en cada una de las direcciones posibles) me pregunto cómo sostener el deseo sin un objeto, ni una concepto ni una relación que permita imaginar su existencia. Si la modernidad tuvo el valor de crear una nueva explicación del mundo, poniendo el sentido último en el futuro, resulta complicado determinar a qué debemos atenernos para explicar el presente y principalmente para indicar cómo es posible articular el tiempo humano desentendiéndose del mañana y señalando el pasado como un craso error. ¿El mero presente en sus múltiples facetas alcanzará para sostener nuestra adhesión? La promesa de que no habrá relatos, cuánto tiempo más será suficiente para no suscitar preguntas sobre su devenir. ¿Habrá nuevos relatos o cambiaremos de etapa?