La Misión

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

Una foto en el hall de entrada al cine Select: en lo que parecen ser las escalinatas del Rectorado de La Plata, una treintena de jóvenes, sonríen. Algunos están sentados, otros parados arriba, al final de la escalera, varios más abajo y otros a los costados. Una bandera va de lado a lado. Reapertura de la carrera de cine. La foto es en blanco y negro. Cine fue una de las carreras cerrada por la dictadura. Me acerco y distingo a Michel, con barba, una sonrisa y mirando a la bandera. Todos los varones tienen barba. Le mandó la foto a Michel por Instagram, sin explicación. Pasan unos días y no contesta. Envió un audio. La foto está en la entrada al cine del Pasaje Dardo Rocha. Pusieron varias, haciendo tiempo te reconocí, estás al costado, la foto es mala. Al rato me contesta. Ahí me vi, gracias: parecemos los barbudos de Fidel.

El aula está llena, un profesor de historia americana está hablando sobre la Conquista de América. La facultad de Humanidades es un bloque en ele, que comparte con Económicas y Derecho. Fue construida por la dictadura, que se inspiró en una cárcel. Los profesores y alumnos que saben del tema, cada vez que pueden, dan una explicación: las cárceles son edificios antimotines, las escaleras intrincadas para evitar la salida rápida, los pasillos estrechos para que se amontonen los estudiantes, los techos con ventanales gigantes para facilitar la entrada de fuerzas de represión. La clase está empezada, se abre la puerta y se asoma un estudiante. Mira a ambos lados y se va. Tato, al lado mío, se acerca y dice: se equivocó de continente. El estudiante es negro, homosexual y comunista.

Michel es uruguayo, hijo de franceses. Rubio, pantalón vaquero, sandalias franciscanas, camisa verde de grafa, acento francés argentinizado. En Uruguay, en la secundaria, anduvo un tiempito con los tupamaros. Una noche, en una pintada, lo metieron preso. Salió enseguida, los padres asustados, lo trajeron para Argentina. Fue peor el remedio que la enfermedad. En Argentina busco algo parecido a los tupamaros. Así se acercó a Montoneros. En Ingeniería, su primera carrera, se recibió con medalla de oro. Hay una placa con su nombre, todavía es el mejor de toda la historia de Ingeniería. En los pasillos, cuando volanteaba, le venía a discutir la izquierda. Michel, en el peronismo, la clase obrera es la columna vertebral, para nosotros, los marxistas, la clase obrera tiene que ser columna y cabeza.

A la tarde, después de dar clases en la cátedra Teoría de las máquinas eléctricas, escuchaba música, brasileña era la que más le gustaba. Se anotó en Bellas Artes, entro en el 84 y se recibió en el 87. Algunos decían, que se había anotado para tocar el piano. Parece que después de una consulta a un psicólogo le pico el bichito. En 1983 entro a la carrera de Psicología de la UBA, el trabajo no le permitía cursar, rindió toda la carrera libre. En 1987 ya era psicólogo.

En el barrio Hipódromo hay muchas casas viejas. Son las fundacionales, cerca de la estación de trenes. Juan tiene el taller mecánico a tres cuadras. Para llegar en auto tiene que hacer un rodeo. En una casa vieja, debajo de una ventana hay una pizarra. Hay algo escrito, pero desde el auto no lo ve. Un mañana pasa caminando. Hay una poesía de Cesar Vallejo: “A recorrer me dediqué esta tarde, las solitarias calles de mi aldea, acompañado por el buen crepúsculo, que es el único amigo que me queda.” Intrigado, el día siguiente, vuelve a pasar. Esta vez la poesía es de Alfonsina Storni: “Tristes calles derechas, agrisadas e iguales, por donde asoma, a veces, un pedazo de cielo, sus fachadas oscuras y el asfalto del suelo, me apagaron los tibios sueños primaverales.”

Juan se queda un rato mirando. A la mañana, le aviso al hermano que iba a llegar un poco más tarde. El trabajo en el taller, ese día, era fácil: dos cambios de pastillas de freno y una correa. La poesía estaba escrita en manuscrita, tiza blanca, bordes rojos. Un portón grande, de madera, cerrado, la persiana baja. Tocó la puerta, una vez, dos, tres veces. Un poco más, decidido, golpeo la ventana. Por la terraza de al lado, se asomó un vecino. No va a salir, está adentro, pero no va a salir. Yo quería hablar de las poesías, dice Juan. Vení mañana a las siete de la tarde, a esa hora sale a escribir, todos los días.

Juan tiene cincuenta y cinco años, más de cuarenta de taller mecánico. El padre, con más de ochenta, trabaja a la par de los hijos. Juan usa las remeras como Bruce Springsteen en los ochenta. En el taller no hay fotos de mujeres desnudas. Hay posters de Humphrey Bogart. En la Reina africana, en Altas sierras, en el Halcón Maltés. Se anotó en la carrera de cine: antes de morirme quiero filmar algo, cualquier cosa, pero quiero filmar algo. Algunos profesores lo bancan, otros no lo soportan. Se sienta atrás, pregunta mucho y lleva pizza que prepara el día antes, convida a sus compañeros y alborota un poco la clase.

A las siete está parado en la vereda. Un hombre viejo, con pelo y barba blanca abre el portón. Sale con un banquito, un bolso y un cuaderno. Juan se acerca y le pregunta si puede filmarlo. El hombre no entiende, se pone nervioso, en realidad no escucha. Juan, le explica que quiere filmar lo que hace. El hombre le hace un gesto con la mano, que espere. Limpia el cartel con un borrador de escuela. Con un paño humedecido deja todo impecable. Se sienta y escribe una poesía. Ahora sí, pregunte lo que quiere. Juan enciende la cámara, saca un papel con las preguntas. De repente se siente observado, mira para arriba. El vecino de la terraza, está filmando el encuentro.

Arqueología era una materia obligatoria de la carrera de Historia. Las materias se dictaban así: un teórico o dos por semana y una clase práctica de dos horas por semana. El teórico de Arqueología duraba cinco horas. Después de dos horas y pico no sabías como te llamabas. En los pasillos de la Facultad se debatía todo: que antipedagógico teóricos tan largos, no tiene que haber correlatividades, más bandas horarias para los alumnos que trabajan, fuera los profesores de la dictadura, buffet a precio popular, reapertura del comedor universitario, becas para los estudiantes pobres, gobierno cuatripartito, que voten los no docentes, aumento del presupuesto educativo. La clase de Lengua I se hacía en el subsuelo. Un aula gigante sin ventilación. La clase llena, más de quinientas personas, el profesor prende un cigarrillo. Automáticamente se escucha en simultáneo los encendedores. El humo se acumula en el techo, como no hay más lugar, empieza a bajar. La atmosfera es negra, densa. El profesor está hablando de Ferdinand de Saussure. No sé si es un lingüista o un cantante francés de cabaret.

El Flaco Madueña vestía de negro. Pelo largo negro, ojos y pómulos hundidos, flaco. Si no conociera fotos de Edgar Alan Poe, diría que se parece a él. En el descanso del teórico de Arqueología nos vamos al bar de la esquina. Le pedimos al mozo que traiga la cerveza rápido. Tenemos veinte minutos, nos quedamos cinco horas. Madueña se identifica con Blue, la película de Kieślowski. Una mujer pierde al marido y la hija en un accidente. ¿Para qué enamorarse? Sí, por una u otra razón, en algún momento, el amor es perdida.

En el baño, en el descanso de la clase de historia medieval, el profesor lo invita a trabajar en la cátedra. El profesor decía, que en la historia, la época medieval, era la más importante, porque de ahí salió el capitalismo, el único sistema, que hasta ahora, se expandió por todo el mundo. En el café del centro de estudiantes, le preguntamos porque no acepto. Que me deje de joder, quiero tener tiempo para ver a Racing. Para ser más preciso, decía: Raising Clab.

Madueña trabajaba en una empresa de embriones de toros. Venden embriones congelados a Ucrania, Chechenia. Quieren ganado argentino. Es un mercado que se estaba abriendo. ¿Querrían comerse un vacío? Le cuento a Eduardo de Madueña. Una noche jugamos un futbol 5. Tenemos un récord difícil de conseguir: perdimos todos los partidos. Le presentó a Madueña. Eduardo pregunta: ¿vos sos el que le hace la paja a los toros?

En un asado, Michel prepara café. Hace diez años que lo veo con la camisa de grafa verde. Y los que lo conocen de antes, cuentan que ya la usaba. ¿Tendrá una sola? ¿O será como el personaje de Nueve semanas y media?, que vestía siempre igual, pero tenía veinte camisas negras, diez pantalones iguales. Le pedimos que cuente de algún paciente. No dice nada. Pasa el rato, insistimos. Sabemos, que Estela, una compañera de la Facultad, se atiende con él. Fue una sola vez. ¿Qué le hicistes?, lo jode Guillermo. Finalmente cuenta: pidió una entrevista, el padre le consiguió empleo en la municipalidad, hace tres meses que va, no soporta levantarse temprano, cumplir horario, ir todos los días, tener un jefe. Termino y le dije: usted creía que era una princesa, que pertenecía a la nobleza, que era parte de la monarquía.

En el polideportivo de Gimnasia, que está al lado del correo y enfrente de la Amia, empezaron los recitales. Eran los primeros después de la dictadura. Ahí fui al primer recital. Pedro y Pablo volvían a tocar. El nombre del dúo venía de los apóstoles. En los setenta vivían en La Plata, en una casa comunitaria, la cofradía de la luz solar. Fui con los chicos de la secundaria. No sabíamos que era. Apenas habíamos escuchado algo de León Gieco, Sui Generis y Porchetto. No los pasaba algún hermano mayor de un amigo. En la fila lo encontré a mi primo de Mar del Plata. Estaba estudiando Bioquímica, paraba en la casa de mi abuela. Tenía una remera buenísima que había hecho él. Cuello mao, dos botones, empezaba en un color, cambiaba a otro y terminaba en un tercero. En 1980, Police vino a tocar a Argentina. Fue una visita sorpresa. Mi primo estaba haciendo el servicio militar. Se escapó para ir al recital. Cuando volvió, lo metieron preso. Le tocaba catorce meses, estuvo dos años.

Quise hacer lo mismo. En la ferretería compré anilina Colibrí. En un balde metí la remera, en otro tenía preparado otro color. Hice un desastre, la usaba igual. Pedro y Pablo toco más de tres horas. El estadio estaba llenísimo. En ese mismo lugar, años después vi a los Redonditos de Ricota. En un momento se armó una pelea. El Indio pedía calma, pero cada vez era peor. A capela, empezó a cantar las mañanitas del rey David. La música calma a las fieras.

Me hice fanático de Pedro y Pablo. A Guillermo, un compañero de Facultad, no le gustaba Catalina Bahía. Una grasada, decía. La península mía y tu bahía. A mí me gustaba. Me parece que tiene razón.

La otra tarde, en un programa de radio, escucho mucho cuando manejo, estaba invitado Miguel Cantilo. Llevo la guitarra, contaba su historia y terminaba con un tema. El primero fue A donde quiero que voy. Esa fue su época de patillas largas y pelo más corto. En el medio canto Que sea el sol, esa es de su época hippy, pelo larguísimo, el Bolsón, pan casero. Termino con la Gente del futuro. Los jóvenes del año 2000, que ya no somos tan jóvenes.

Examen final de Historia Argentina. El Profesor, Enrique Barba, miembro de una familia dedicado a la historia, en sus clases, daba consejos sobre cómo rendir un final. Veinticuatro horas antes hay que estar libre, para despejar la cabeza y que lo estudiado se asiente. El día anterior, decía, yo me iba a jugar al rugby.

En la mesa hay tres docentes, el del medio es el titular. Ariel está nervioso, es el octavo final que rinde, pero no se acostumbra. Barba pregunta sobre la enfiteusis de Rivadavia, rápido, a veces no deja que el alumno termine de contestar, pasa a la comparación entre la colonización en Estados Unidos y Argentina. Ariel piensa que lo hace a propósito, me apura para que me equivoque, Los docentes suplentes llevan la mañana sin preguntar nada. ¿Para qué están?, piensa Ariel. Barba pide que hable de minifundio y latifundio, enseguida pasa a que papel en la conformación del campo en La Pampa, jugo las tierras que le dieron a los soldados de la campaña del desierto. Ariel, transpira. Barba se lleva la mano a la pera y pregunta: ¿sabe que es un cuatrero? En el campo, los cuatreros son los ladrones de ganado. Barba lo corta: ¡un cuatrero es alguien que roba un 4!

Primer día del comedor universitario. Voy con Tato. Menú fijo. Hay que pagar en la caja, agarrar una bandeja metálica y pasar por las bachas. Al final nos dan la bebida. Tato elige Coca Cola, yo agua. Tato era adicto a la Coca Cola. Desayunaba Coca. Era lo primero que tomaba cuando se despertaba. Después, un té, a veces con leche. Unas vacaciones estuvimos acampando en el sur. No había negocios cerca. En el camping, libre, sin baños, lo único que vendían eran tortas y pasteles que hacía la esposa del guardaparque. A la mañana, bien temprano, había caminatas guiadas. Nos quedamos unos quince días. Juntábamos frutillas salvajes, mezclábamos con azúcar y quedaba una especie de dulce. Tomamos un micro hasta la primera ciudad grande, El Bolsón. En una parada, había un almacén. Tato, sentado atrás, se abrió paso a los codazos. Bajo y compró una Coca Cola. Tengo guardada una foto de él en un supermercado de Chile, abrazado a una Coca gigante.

Terminamos de servirnos la comida. Las mesas eran compartidas. Unos bancos largos de quincho. Estaba bastante lleno. Tato se sentó sin problemas. Llegue tambaleando, la bandeja se me cayó arriba de uno que estaba almorzando. No dijo nada. Se fue rajando.

Osvaldo Soriano estudio Letras un tiempo. Termino diciendo que se la pasaba más leyendo que escribiendo. Me parece que es una excusa para justificar que no termino la carrera. En Introducción a literatura leímos a Madame Bovary. El profesor, De Diego, fue Decano de Humanidades. Una agrupación estudiantil pidió permiso para hacer un festival para juntar cosas para los inundados. De Diego lo prohibió. La agrupación repartió un volante: el título decía, De Diego tiene los pies secos.

Madame Bovary me encanto. Quede muy entusiasmado. En una librería, que ya no está más, compre otro libro de Flaubert, Educación sentimental. Un hombre está muy enamorado de una mujer casada. La historia sucede en Paris, cerca del 1848. La revolución se acerca, pero al personaje no le importa nada.

Había que elegir entre latín y griego. Elegí latín. No aprendí nada. Lo único que se dé latín, lo aprendí con Asterix. Alea jacta est, Veni, vidi, vici.

Una tarde, iba para la Facultad a una clase. Para llegar, tenía que pasar por la galería San Martin. Ahí hay un cine. Cuando pase, mire la cartelera, una marquesina con letras movibles. Decía: La misión, 16 hs. Seguí caminando. En la esquina, el semáforo se puso en verde. Siete y cincuenta, la esquina más céntrica de la ciudad. Semáforo en rojo, cruzo. En el kiosco de la cuadra siguiente compré un toblerone.

Rodrigo Mendoza baja del barco una mañana calurosa. Se seca la transpiración con la manga de su camisa blanca. El pelo atado, barba de muchos meses. Antes, mientras lentamente, se acerca al muelle, la frondosidad del paisaje, lo sorprende. Es el Amazonas, que apenas se asoma y es imponente. Pájaros que nunca vio, voces que nunca escucho. Es el 1700. Rodrigo Mendoza se establece para hacer negocios. Traficante de esclavos, mercenario. Hombre de pocas palabras. Así se conquista América.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/la-misi%C3%B3n-2cf969949edd

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: Archivo web.