Dr. Luis Sujatovich – UDE – Universidad Siglo 21 –
Internet no ha permitido corroborar que es imposible ser originales. Y eso me lleva a admitir que esto ya fue mencionado varias veces, acaso en miles de oportunidades. No obstante, la pesadumbre que nos aflige estar condenados a la repetición, nada nos habilita a transformarnos en meros agentes de la exageración, de la frase grandilocuente, del titular sensacionalista.
Desnudamos a los gritos nuestra subjetividad y la arrojamos sobre el texto, extasiados y prolijamente orgullosos: así creemos que estamos en condiciones de ser reconocidos como autores. Vaya modo contemporáneo de dolernos por nuestras carencias. El grito obsceno parece prodigarnos consuelo, así como el desnudo y la figura erótica, placer y deseo. ¿Quién habrá inventado que un cuerpo esbelto goza más? Quizás fue el mismo que supuso que la transgresión es un modelo de genialidad.
La comprobación científica de nuestra falta absoluta de singularidad (basta poner cualquier frase en un buscador para reconocer que no nos pertenece), no nos conduce, curiosamente, a la libertad más profunda, ni el goce persistente de la labor expresiva: eximidos de la responsabilidad de otorgarle un nombre a las cosas, de cultivar el lenguaje para que nos trascienda, deberíamos hallar en su uso la ligera alegría de quien no adeuda su porvenir. Y, sin embargo, actuamos como si nos fuera el orgullo en cada diatriba.
Entonces aceptamos encerrarnos en grupos, burbujas y entornos amigables, todos prósperos en certezas. Si ya sabemos que la novedad nos está vedada, ¿cómo es posible que le temamos a la otredad? Aquello que creemos nuevo, es apenas desconocido u olvidado.
Las nuevas generaciones, acaso sin notarlo ya saben que el lenguaje al igual que “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Y mujeres, habría que agregar, que no hay asunto ni tiempo que puedan consagrarse como patrimonio exclusivo de la masculinidad.
Huérfanos de metáforas (ya que ellas suponen una invención nacida del encuentro fortuito entre dos ideas que hasta el momento no habían tenido el lujo de vincularse), acudimos a las metonimias (que se consumen en la unión de dos ideas que han tenido trato por proximidad y por afinidades) y las celebramos como si fueran a inaugurar un sentido, un lenguaje, un hito semántico. No deja de resultar significativo que los emergentes digitales que usamos a diario para comunicarnos tengan más ascendencia en la imagen que en la palabra, ¿O acaso la imagen no se asienta en un saber común que reutilizamos para agilizar la comprensión? Cualquier emoji o sticker sirven de ejemplo: entendemos el mensaje que porta no por sí mismo, sino por la alusión que suscita. Nos entendemos por repeticiones, sin recordar que también somos eso.
La abundancia que cada uno de nosotros construye y amplifica debería permitirnos ser más libres: si no hay nada para aportar, ¿por qué preocuparnos por llamar la atención? Acaso el único gesto que, aunque es repetido nos alcanza a pertenecer, es precisamente, la humildad que nos cobija si somos capaces de decir sin petulancia y de callar sin ansiedad.
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