
Por Greta Lapistoy –
Cuando me decidí a lanzar mi primera novela, “Inconscientemente Verdadera. Un volcán llamado bipolaridad”, nunca imaginé todo lo que sucedería y ante todo lo que aprendería.
En la introducción aclaré que lo había escrito en homenaje a esa mujer que quedó sepultada bajo la lava que el volcán derramó durante meses, inspirándome en los manuscritos que escribió en la etapa maníaca y que me dejó de herencia para guiarme.
Pasé 12 años desde que la terminé hasta que me animé a publicarla; aunque en tratamiento ya llevaba 15 años. Tal vez aún luego de 180 meses no terminaba de aceptar el diagnóstico que me habían dado en el 2005. Me negaba a participar en los talleres de psicoeducación y no buscaba en internet nada sobre la enfermedad. Temía escuchar experiencias peores que la mía, obviamente que las hay, y asustarme pensando que podrían sucederme.
En Google iba a encontrar información que podía ser desagradable como por ejemplo que el Trastorno Biplolar es la 6º causa mundial de discapacidad y se estima que afecta a 60 millones de personas. Prefería pensar que lo sucedido me daba más capacidad y también me sonaba extraño ya que a mi alrededor nadie parecía tener ningún problema de salud mental.
Lo guardé años; porque primero debí aceptar mi historia en lo más profundo de mi interior y luego recién podía salir a pedir que la aceptaran los que estaban a mi alrededor. Ese otro al que le temía. Para mi sorpresa me encontré con personas desconocidas que me contactaron para compartir conmigo sus historias, ya que habían pasado o estaban pasando por situaciones similares. Pero lo más sorprendente fue darme cuenta que durante esta década y media me había sentido la “rara”, rodeada de personas a la que la vida no las había hecho sufrir, sin saber que ellos vivían la misma historia en silencio por el temor mío a la discriminación. Estábamos tan cerca y a la vez tan lejos; la novela nos acercó de verdad.
Al abrir mi corazón, los demás abrieron el suyo. Ahora no se sentían más el único “psiquiátrico”, como de tan mal modo nos dicen algunas personas. Empezaban las confesiones: tengo trastorno de ansiedad, soy depresivo crónico, intenté suicidarme cuando era joven, tengo problemas de personalidad o simplemente yo también soy bipolar.
Luego apareció el Instagram, tan rechazado por mí durante años, con un montón de personas que en sus cuentas contaban sus historias con el mismo objetivo: acabar con el estigma y comenzar con la empatía. Allí descubrí que la bipolaridad no hacía distinciones: ni de edad, ni de género, ni de nacionalidad y menos aún de clases sociales. Una periodista chilena, un joven mexicano, un prestigioso arquitecto a punto de jubilarse, un adolescente cordobés que recién comienza su adultez y así podría enumerar ciento de historias. Entrar en detalles no es lo esencial, lo realmente importante es que todos estaban tratando de que la sociedad deje de insultarlos con su enfermedad y que comprendan que eran mucho más que un diagnóstico dado por un psiquiatra. Porque nadie discrimina a un diabético y si el diagnóstico lo da un oncólogo no sólo a ninguna persona se le ocurriría insultar a ese paciente sino que al instante quieren ayudarlo y acompañarlo.
La salud mental forma parte de nuestra salud general. El día que la humanidad lo pueda entender tal vez más personas se animen a pedir ayuda a tiempo sin temor a ser señalados.