La adaptación de una persona con los universos posibles

La acción de adaptarse me ha tomado en su mejor interpretación porque no alcanza la vida misma como tal para que uno crea que está adaptado, sino que cual un experimento del andar hace que una y otra vez aprendamos otras cosas cuyo fin es, sin lugar a dudas, volver a adaptarse. No sé si es una ley universal o si se trata de mi individualidad, igualmente el caso que ocupa mi escribir solo puede expresar una experiencia, la propia.

Hace poco por casualidad me entere de otra persona que vive lo mismo que yo. He podido emparentar su sentir y lograr una identificación semejante con ese hombre, que supe, deambulaba con una estufa, igual que yo, lo que me hace sospechar que ha de sentir lo mismo, pero no lo conozco y por tal, ya que no he podido hablar con él, solo cuento mi propia experiencia.

En el tiempo que suele ser el presente que nos toca, una mañana debí dejar mi vida como tal, no es que dejara de existir, sino que me alejé de todo lo que era parte de mí mismo, con ello también dejé mi casa de la cual conocía todos los rincones, incluso la cantidad de puertas y picaportes, los olores, el verde del patio y el color de la enredadera cuando el otoño la pintaba única entre todas. Me fui con tanto dolor que esa primera adaptación me dejó casi al borde de sucumbir ante cualquier intento de superación, además por el hecho de saber que no era el único que estaba adaptándose a un nuevo vivir, porque mi partida suponía otra adaptación de quien allí se quedaba.

Otras formas se extendieron bajo mis pies a la vez que un gran espejo me mostraba la nueva realidad en donde estaba. Me veía retratado solo, inclusive de mi propia soledad a la vez que esperaba un rescate, una mano para quitarme del agua que me cubría la boca y la nariz, agua de mi propia creación, porque comprendía el peso de mis actos, los que me habían arrojado allí y por los que me hallaba ahogado. Esa mano que esperaba no me ayudó, porque así debía de ser y porque a la vez el espejo me mostraba en toda su amplitud que era el artífice de mi propio destino. Así los primeros días hasta que la adaptación empezó a tomar sus formas y me disciplinó en los nuevos menesteres. La sensación de tener una nueva vereda bajo los pies, otra altura de alacena, perillas de la luz que parecen esconderse, el toallero, que caprichosamente estaba ubicado a la izquierda de un baño con otra disposición de artefactos.

La hornalla de la cocina no era la misma y el horno echaba el gas que antes pertenecía a la primera hornalla. La vida en medio de esa adaptación se disponía con sutiles cambios a los que me debía adaptar, mientras que a la vez se sumaban a ese desenvolvimiento de quien definía mi nuevo andar, el peso absoluto de mis actos que me regían como una autoridad. Allí estaba yo, forjador de mi propio desarraigo de amor, de sitios, de paz interior, de vida. Los ruidos se transformaron en ajenos y todo se hizo igual, hasta que no podía distinguir si los pasos de un caminar detrás de la puerta eran míos o si alguien venía por mí.

El tiempo es sabio porque en el amanecer de los días pareciera que alivia las miradas más tristes y los andares desesperados. El secreto siempre reside en adaptarse, es el fin del camino, si es que el camino alguna vez ha de tener fin. Pero algunas cosas no cambian, porque aún esquivo una mesa de televisión que estaba a los pies de mi anterior sitio, a pesar que la mesa, en el lugar donde ahora vivo ya no está. Pero al levantarme de noche en medio de la oscuridad soslayo su madera invisible, teniendo la certeza que allí se encuentra, como siempre, quizás porque no la veo creo que ahí está.

Me pregunto cuántas personas hay ahora, en este instante, adaptándose. Quisiera saber si se puede dejar de sentir, si acaso el hombre de la estufa está ahora escribiendo. Por mi parte hace tiempo que lo siento, se trata de un frío que está situado en mi espalda, en la zona lumbar. Es un frío húmedo como si la ropa estuviera fría y pesada. Una sensación que no se puede remediar con prendas de vestir, ni siquiera estando en la cama, porque si así fuera sucede que un aire, como un ventisco, entra siempre por la espalda, igual que si las frazadas nunca fueran suficientes o los cubrecamas demasiados angostos.

El frío siempre está presente, a veces con mayor intensidad que otras sin que tenga que ver la estación del año, porque es indistinto el invierno del verano. Debido a mi trabajo suelo quedarme en algunos hoteles y en cada uno de ellos siempre constato que haya suficientes frazadas o tomo la precaución de asegurarme que en la habitación haya otra cama, de modo que pueda sacar una manta para paliar el frío en la espalda. El frío algunas noches es tan intenso que hay que dormir boca arriba, para que toda la espalda esté apoyada contra el colchón, pero ello no significa que el frío desaparezca, simplemente la sensación es otra, se percibe el frío del colchón y las sábanas, como si esa zona nunca fuera a calentarse debido a la humedad, pero lo más extraño es que esa impresión se queda pegada cuando uno se levanta y luego lo acompaña todo el día hasta que otra vez llega la noche.

Antes me gustaba pararme delante del calefactor en los días más fríos del invierno, me calentaba las piernas y sentía que las telas de los pantalones guardaban la ganancia del calor. Ahora me doy cuenta que en esos días ya no permanezco de pié, sino que me siento delante del calefactor para recibir el poder calórico en mi espalda y a veces a pesar de ello no consigo el objetivo, por lo que debo ponerme en cuclillas para centrar la radiación en la zona lumbar. El frío gana y arremete en la espalda como si se tratase de un paño que alguna vez fue mojado y ya nunca pudo volver a secarse, para perpetrarse por siempre y para siempre bajo una lluvia que enfría perennemente la espalda, como si un paraguas dejara escurrir invariable el agua fría mojando la ropa y enfriando la piel incansablemente.

El frío vino con la adaptación porque me di cuenta que a medida que el tiempo pasaba y podía familiarizarme con cosas cotidianas, el frío en la espalda se fue colando, como ganando espacio. Ahora mismo, que escribo cobijado bajo una campera abrigada con polar, siento la espalda fría, como si estuviera húmeda. Por eso enciendo una estufa del tipo radiador eléctrico, a la que no le tengo confianza porque dudo que clase de aceite portará, si será cancerigeno o no, pero está encendida tras de mí para que en la espalda pueda intentar sentir su calor. También hace un año que llevo conmigo una almohadilla eléctrica que una vez compré, se conecta a un enchufe común e irradia calor por lo que me sirve para abrigarme en algunas noches.

Quizás lo que pasa sea para siempre, pienso que debo tratar de encontrar soluciones y que quizás nunca me adapte a sentir el frío en la espalda, que deba caminar por la playa buscando tener el sol detrás, demandar mantas muy gruesas y no olvidarme nunca la almohadilla de lana. Pero en medio de esta nueva adaptación entiendo, que todo este inmenso frío está desde que no estoy a tu lado.