Gracias Dios por el fútbol

Por Andrés López*

Yo lo vi jugar a Dios. La primera vez fue en un verano en Mar del Plata, cuando tenía cinco años y (revisando los archivos) veo que aquellos partidos los jugaron también Kempes, Bochiini, Passarella, Fillol, Gatti, Burruchaga y otros monstruos. Pero mis ojos de pibe solo registraban a ese 10 de rulos que se notaba a la legua que era el mejor. Hasta un nene de cinco años, como era yo entonces, se daba cuenta de eso.

Aquel 10 tenía los rulos más cortos el 22 de julio de 1986, cuando ya se había ido de Boca al Barcelona y del Barcelona al Nápoli, en su camino de mostrarle al planeta fútbol que era el mejor jugador del mundo. Y en eso estaba aquella tarde, mediodía para él y para la selección de Bilardo en el estadio Azteca. Se venían los cuartos de final el Mundial de México 86 y enfrente estaba Inglaterra, nada menos.

Los ingleses contra los que se construyó el estilo y el imaginario del fútbol argentino. Los enemigos de una Guerra de Malvinas que dolía en la piel y en el alma. Era “un partido ideal para que se confundan los imbéciles”, como supo decir Jorge Valdano. Fue el escenario ideal para la consagración. Para que el mejor jugador del mundo pasara a ser el mejor de todos los tiempos. Y, sobre todo, que se transformara en el mayor símbolo de la argentinidad.

Argentinidad al palo fue lo que se vivió esa tarde, condensada en menos de cinco minutos. Fue a las 16.06 cuando ese 10 grande y brilloso encandiló a las cámaras de TV para que nadie pudiera ver como la mano de Dios mandó la pelota al fondo del arco. Y mientras los ingleses no habían cesado en su protesta, recorrió los 54 metros más famosos de la historia para darle un pase a la red a los 16.09, dibujando su obra maestra tras dejar en el camino a medio equipo rival.

“La tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, y deja el tendal y va a tocar para Burruchaga… ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta… Goooooooool… Goooooooool… ¡Quiero llorar! ¡Dios santo, viva el fútbol! ¡Golaaaaaaazooooooo! ¡Diegooooooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme”, relató entonces Víctor Hugo Morales en la epopeya de poner en palabras la emoción de millones de Argentinos.

Desde esa tarde Diego fue el “barrilete cósmico”, aquella apilada fue “la jugada de todos los tiempos” y en un instante el país se transformó en “un puño apretado gritando por Argentina”. Aquel “Argentina 2 Inglaterra 0” terminó siendo 2-1 y el final fue festejo y desahogo para llegar a la semifinal de un Mundial que el 10 y sus compañeros ganarían una semana después. Pero ni los dos golazos contra Bélgica ni el triunfo en la final del mundo tuvieron tanta magia como la tarde del 22 de junio, de la que se están cumpliendo 35 años.

Para siempre, aquel partido fue “El Partido”, tal el título del formidable libro de Andrés Burgo. Desde entonces, Diego es sagrado y quienes no lo entiendan “Me van a tener que disculpar”, como advierte el cuento de Eduardo Sacheri. Y desde ese día, Diego Armando Maradona dejó ser hombre, dejó de ser mortal, dejó de ser ídolo. Desde entonces, pasó a ser Dios. Y yo tuvo la suerte de verlo jugar.

Pasaron 35 años, y por primera vez transcurre un 22 de junio sin que Diego esté entre nosotros. Pero está, estuvo y estará siempre entre nosotros. Allí estuvo ESPN repitiendo el partido a la misma hora exacta. Y allí estuvo la plataforma Relatores haciendo justicia y repitiendo completo el relato de Víctor Hugo, la única banda sonora posible para tamaña obra de arte. Para que podamos viajar en el tiempo y recordar qué estábamos haciendo ese día quienes tuvimos la fortuna de ver jugar a Dios. Y que podamos volver a decirle gracias. Gracias Dios por el fútbol, una vez más.

*Director de la Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.