Por Guillermo Cavia –
En el verano del año 1969 el sol calentaba hasta la sombra. No había sitio que pudiera encontrar el fresco de una brisa o la tregua de una lluvia. A pesar del caldo ocasionado por las temperaturas elevadas había que trabajar, del mismo modo que cuando el frío del invierno lo congelaba todo. Luis y Rodolfo lo hacían desde muy temprano en el cementerio de la localidad de Hinojo, el primero desempeñaba tareas de albañilería, revistiendo de materiales las tumbas y bóvedas, el segundo era el sepulturero.
Por más solitario que pareciera el cementerio, ubicado en el principio de una loma, exactamente en frente del camino que permite el acceso al pueblo de Hinojo, siempre había personas que ocasionalmente visitaban a quienes allí descansaban, pero también los que trabajaban haciendo varias tareas de mantenimiento.
El cementerio, desde su construcción. ha lucido una inmensa fachada, se trata de un muro que denota de inmediato la importancia de un lugar que resguarda la historia de los sitios, los tiempos de otras personas que ya no están, pero que de algún modo siguen entre nosotros.
El robusto muro escolta una edificación central, donde hay dos columnas abovedadas que descansan sobre pilares cuadrados. Allí unos escalones ganan altura para encontrar la puerta de hierro y vidrios, que ocupa el alto y ancho espacio para ingreso y egreso del lugar.
“Pax” se puede leer con letras talladas en la altura del frente y más arriba se divisa una cruz, centrada a la mitad de la edificación de entrada al cementerio.
Después de atravesar la inmensa puerta de hierro y vidrios repartidos, se tiene la sensación de haber ingresado a un hall abierto, pero que está techado. Hacia adelante se puede ver el campo santo con sus bóvedas familiares, las tumbas en tierra y, a los costados de esa especie de desván, dos puertas, una de las cuales da al depósito.
Un depósito es lícitamente eso, el lugar que alberga algo que se ha guardado. En este caso se trata de los cuerpos de las personas que quedan allí, para ser enterrados más tarde o a la espera de un nicho o del lugar en una bóveda.
Dando unos pasos más, al salir del hall se pueden ver los árboles en hilera que ofrecen sombra y vida asegurada al terreno, porque ellos, juntos con los pájaros, ofrecen una visión y un sonido que hacen los perfumes y la visita más amena. Desde esos primeros metros también se pueden divisar los nichos que se ubican en el contra frente de los muros del cementerio. Hacia la derecha se los divisa en hileras simétricas, mientras que a lo lejos giran dibujando el perímetro del lugar, que siempre está en expansión.
Luis tenía una camioneta que le permitía llevar y traer las herramientas necesarias para su trabajo. Una tarde de ese verano ardiente, a eso de las 18:00 horas, estaba con Rodolfo a punto de salir del cementerio. No lo hicieron porque inusitadamente, para la hora avanzada de la tarde, llegó un coche fúnebre. Traían una persona fallecida para dejar en el depósito.
Luis no estaba al tanto del hecho y tampoco Rodolfo. El extinto era un preso que había estado alojado en la Unidad 2 de la cárcel de Sierra Chica. Las personas que lo traían pertenecían al Servicio Penitenciario Bonaerense y las otras a una compañía mortuoria. El féretro estaba cerrado. Era un cajón municipal.
A las 6:30 horas de la mañana siguiente, Luis estaba trabajando, empezaba temprano la tarea debido al agudo calor, porque a partir de las 10:00 horas se hacía casi insoportable bajo los rayos del sol. A las 8:00 horas llegó Rodolfo. Cuando Luis lo ve se da cuenta que algo le pasaba, estaba como desencajado, bastante pálido, casi que no podía hablar. Así y todo, con la voz quebrada, le dijo:
– ¡No está, no está, Luis!
– ¿Quién no está? – le preguntó Luis, casi sin dejar la cuchara de albañil.
– No está, te digo que no está. ¡No está!
Luis se detuvo en su trabajo, limpió la herramienta, hizo todo con tranquilidad y le volvió a preguntar a Rodolfo.
– ¿Quién no está?
– ¡El preso! El preso no está y el depósito, te aseguro, estaba cerrado con llave, yo mismo cerré ayer antes de irnos. Ahora fui y al abrir la puerta veo el cajón abierto y el preso no está Luis, no está, se escapó.
– ¡No puede ser! Vamos a ver – le dijo Luis y juntos salieron rumbo al lugar.
Los dos hombres se acercaron al depósito, con excesiva cautela, no como algo natural, acostumbrado como todos los días, lo hicieron despacio. Atravesaron la puerta de ese recinto. Inmediatamente se dieron cuenta que posiblemente era el único lugar frío en toda la región. Los hombres se miraron. No expresaron palabras. Ambos quedaron mudos. Efectivamente el cajón estaba abierto y adentro no había una persona. Nada. También se dieron cuenta que el sitio no servía para esconderse, porque los metros cuadrados de esa habitación la tornaban bastante estrecha. El preso no estaba.
Luis juntó las herramientas rápidamente, las cargó a la camioneta, también la bicicleta de su compañero y ambos emprendieron el camino de regreso a Hinojo. A Rodolfo lo dejó en la Delegación Municipal, ubicada frente a la plaza principal y él después se fue para la casa. Al llegar, su mujer notó que algo estaba pasando. No era frecuente que Luis regresara de sus labores. Hasta su hijo lo miraba extrañado, porque en ese horario de la mañana, nunca su papá estaba en el comedor de la casa.
Al principio Luis no dijo demasiado, pero estaba pálido como un papel. Tomó agua, se fue a la cocina y se sentó. Recién después de un rato comenzó a narrar los hechos y el impacto de los mismos.
La tarde que dejaron al preso en el depósito lo hicieron en presencia de Luis, Rodolfo, la compañía mortuoria y el personal del Servicio Penitenciario. Luego de ese hecho que resultaba acostumbrado y simple, apenas distinto por el horario del acontecimiento, Rodolfo dio dos vueltas de llave y se fueron todas las personas del cementerio. En el lugar quedó el silencio, porque para esa hora ya ni los pájaros cantaban. La tarde fue dando paso a la penumbra y luego recibió la oscuridad.
A las 22:00 horas de esa misma noche un coche fúnebre y un vehículo particular se detuvieron frente a la comisaria de Hinojo. Desde allí se trasladaron hacia la casa del delegado Municipal, Antonio Colella. Requerían poder llevarse a la persona fallecida esa misma noche.
A las 22:40 el vehículo funerario estacionaba frente a la entrada principal del cementerio. El delegado abrió con su llave la puerta principal y también el depósito. Allí mismo los empleados de la funeraria quitaron la tapa del cajón y entre ambos sacaron el cuerpo, que inmediatamente colocaron en otro ataúd, este era de roble y tallado en estilo barroco.
Acomodaron bien al difunto, para colocar la tapa del nuevo cajón. Finalizado el proceso, tomando las manijas de bronce ubicadas al costado de la noble madera, lo sacaron del recinto para situarlo en la parte posterior del coche fúnebre y desde el lugar, sin pérdida de tiempo, partieron rumbo a Buenos Aires.
Terminada la operación, el delegado cerró con llave el depósito, luego la puerta principal. La noche estaba demasiado cálida y a lo lejos se divisaban los primeros rayos de una tormenta que se armaba en el Oeste. El hombre silbaba tranquilo en la soledad de la noche. Todo había sido dispuesto para regresar a su casa de Hinojo.
Como era pasada la medianoche no hubo tiempo de avisar a Rodolfo y tampoco a Luis de los hechos acontecidos. Lo haría durante el día, mucho después de unas reuniones que debía mantener hasta tarde en la ciudad de Olavarría.