Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
Uno de los personajes de ficción más conocidos de la última década en Argentina es Zamba, el niño que vive en Clorinda (Formosa) y que sueña ser astronauta. Sus aventuras han ocupado casi todos los acontecimientos notables de la historia del siglo XIX y para quienes no lo conocen debo decirles que su frase más famosa es “me aburro”. Se trata de un niño que asiste a una escuela primaria y gracias a diferentes artefactos mágicos de pronto se da el lujo de hablar con San Martín, por ejemplo. Sin embargo, el asunto a destacar no está relacionado con el nuevo integrante del noble escenario mediático que ha sabido construir con paciencia, ingenio y mucho esfuerzo quienes trabajan en Paka-Paka. Sino más bien el modo en que suele ser aceptada su repetida sentencia no sólo en la ficción. Se considera el aburrimiento como un signo de la época que no debe preocuparnos, incluso en la tira aparece como un detalle propio de los niños, sin reparar que si se deja crecer ese hábito, puede convertirse muy rápidamente en impaciencia y de allí a la intolerancia hay apenas un paso, que se suele dar con mucha frecuencia.
Por supuesto que no estoy culpando a la serie ni considero que quienes la miran actúan así como si se tratara de un mensaje cifrado, digamos secreto, infalible, que quien lo consume pierde su voluntad y sólo se limita a replicar lo observado. Nada de eso. Sólo pretendo llamar la atención hacia el modo que se recibe una actitud que no es beneficiosa y menos aún en los estudiantes. Repito: el problema no es Zamba. Por el contrario, de alguna forma (acaso sin quererlo) el niño nos está alertando acerca de una práctica social que está creciendo y que puede poner en crisis buena parte de los cimientos de la cultura occidental. ¿O acaso no podemos imaginar que unas generaciones que necesitan estímulos fugaces y atractivos por doquier pueden sostener un pacto de convivencia, un legado de tradiciones, una laboriosa explicación del mundo que lleva más de cinco mil años urdiéndose?
Hace años que aceptamos una dificultad como una característica, dando por sentado que no debemos tratar de incidir en su expansión ya que ello sería no adecuarse a los tiempos posmodernos que nos tocan (pensemos las dificultades que afrontan los docentes con alumnos que no pueden esperar y que, sin embargo deben pasar años para lograr formarse como ciudadanos responsables) por lo tanto si luego un señor le pega a una pareja homosexual que estaba besándose en una plaza no debería sorprendernos: si nadie fue capaz de decirle que debía esperar, que no todo debía comportarse según su voluntad, es lógico que ese hecho lamentable suceda: de la tolerancia absoluta del aburrimiento – que acaba convirtiéndose en una exigencia tiránica del sujeto hacia la sociedad: o me entretienen o me quejo – se pasa a la intolerancia de aquello que no me gusta. La impaciencia y la intolerancia son apenas graduaciones de un mismo problema.
Si resulta imperiosa la construcción de una sociedad en la red que sea más junta, igualitaria y democrática, convendría no reírse cada vez que un niño se queja de que se aburre. De un Zamba puede crearse un Homero Simpson y luego ya no habrá forma de buscar en él empatía, compromiso social y responsabilidad civil. Dirá: me aburro y pondrá otro video en su celular.