Por Guillermo Cavia –
La idea de dolarizar la economía argentina vuelve a instalarse en el debate público como una promesa de orden, previsibilidad y fin de la inflación. Pero detrás de esa aparente solución mágica, se esconde una compleja red de implicancias económicas, políticas y sociales que merecen ser analizadas con lupa.
En los últimos meses, economistas, dirigentes y algunos medios han reflotado la posibilidad de reemplazar el peso por el dólar como moneda oficial. Algunos lo presentan como el único camino para frenar la emisión descontrolada y recuperar la confianza. Otros advierten que sería una cesión de soberanía monetaria sin precedentes, con consecuencias impredecibles.
La dolarización total implicaría eliminar el Banco Central como emisor de moneda, lo que impediría cualquier política monetaria propia. En un país con una estructura productiva diversa y desequilibrios regionales, eso podría agravar las desigualdades. Además, requeriría contar con una enorme cantidad de dólares para canjear todos los pesos en circulación, algo que hoy parece inviable.
Desde el punto de vista político, dolarizar significaría atarse a las decisiones de la Reserva Federal de Estados Unidos, sin voz ni voto. ¿Qué pasaría si la Reserva Federal de Estados Unidos sube las tasas de interés para controlar su inflación? Argentina sufriría el impacto sin poder reaccionar. ¿Y si el dólar se fortalece demasiado? Las exportaciones argentinas perderían competitividad.
Más allá de los argumentos técnicos, hay una dimensión simbólica que no puede ignorarse. Dolarizar es también renunciar a una parte de la identidad nacional. El peso, con todas sus heridas, forma parte de la historia argentina. Cambiarlo por una moneda extranjera no es solo una decisión económica: es una declaración de principios.
En definitiva, la dolarización puede parecer una salida rápida, pero es más bien un salto al vacío. La estabilidad no se consigue solo con una moneda fuerte, sino con instituciones sólidas, reglas claras y un proyecto de país. Y eso, por ahora, no se compra en dólares.
Pero más allá de los modelos y las proyecciones, hay una contradicción que atraviesa la vida cotidiana: el argentino promedio gasta en pesos, pero ahorra en dólares. La moneda nacional se usa para pagar el café, el colectivo, el alquiler. Pero cuando se piensa en guardar valor, el peso desaparece y el dólar aparece como refugio. Es una dualidad que revela una profunda desconfianza en la estabilidad local, incluso entre quienes se definen como fervientes defensores de la soberanía.
Esa tensión entre el discurso nacionalista y la práctica dolarizada es una señal de alerta. No se trata solo de economía: es una cuestión de identidad, de cultura monetaria, de memoria histórica. El peso es símbolo de una nación que quiere ser autónoma, pero que no logra sostener su propia moneda sin que se derrumbe.
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