
Por R. Claudio Gómez –
El desmesurado eslogan de Mauricio Macri que auguraba “Pobreza 0” está en la Historia. Comparte el panteón donde se instalan las promesas incumplidas, para ubicarse más precisamente en la oscura zona de las alucinaciones o el desvarío. Un área destinada a la desvergüenza y a la ausencia de respeto por la sociedad. Se aloja allí, abajo, cerca del infierno, al lado de la indiferencia social y ya empieza a sufrir la descomposición propia de las esperanzas que nacieron sin vida. Pero es Historia.
Entre otros muchos y dañinos motivos, Mauricio Macri perdió la presidencia por eso: por incumplir sus promesas y por favorecer con esmerado entusiasmo y efectividad a quienes siempre son bendecidos con dólares que vuelan allende del Río de La Plata, igual que las golondrinas lo hacen hacia a lugares más cálidos, más seguros. Por eso es Historia y un lastimoso recuerdo; la metáfora de una venganza nada provechosa para sus ejecutantes. Al fin, su presencia en la presidencia es la consecuencia de una desdichada revancha de la sociedad contra sí misma.
Un año y unos meses después del arribo de Alberto Fernández las cosas cambiaron o siguen igual: la escalada de la pobreza no se detiene y, peor, aumenta. Desde 1983 a la actualidad, el país pasó de repartir -no sin quejas y demandas de ocasión- entre 800 y 900 cajas PAN a tener 9.000.000 de pobres.
Y lo más extraño es que, aunque cambie de rostro, el repartidor siempre se mantiene en buen estado y forma como para ampliar su universo de distribución. Lo hace con menos eficacia y con productos de menor valía, pero eso no le impide multiplicar pobres con la misma puntualidad con la que un reloj multiplica los segundos.
Argentina está ubicada entre las naciones con mayor índice de pobreza por millón de habitantes, en parangón con naciones como Liberia, Colombia, Bolivia, Nigeria, entre otras.
Basta, entonces de Historia y vayamos al presente. Los tiempos inmediatos que se avecinan no auguran ninguna solución al aumento de la pobreza. La inclemencia de la pandemia tornará las cosas más difíciles. Lo sabemos. Pero eso sucederá en el corto plazo. En un plazo tan breve y tan concreto que quien suceda a Fernández podrá cargar las culpas sobre las circunstancias inéditas, si es continuador de su proyecto, o directamente sobre la impericia de Fernández, si es de la oposición. Y nada más pasará en el firmamento político. Apostemos.
En cambio, en la sociedad sí ocurrirán descalabros: ser pobre no solo significa carecer de alimentación, vivienda y servicios básicos. Es más indigno que eso. Implica estar afuera del motor del poder. Es ser espectador, ser esclavo.
Ser pobre es pertenecer a la clase de personas que no tiene planes, sino que recibe planes. No decide su futuro porque carece de cualquier instrumento para hacerlo. Otros los hacen por él o ella. Ser pobre es ingresar a la categoría de los que sirven como lo que son: sirvientes.
Ojo porque el mar crece y las olas tapan las alturas de los desprevenidos. Y ante ese temor de ahogar su propia supervivencia, la sociedad opta menos por rebelarse que por resignarse a resistir mansamente los abusos y asume con verdadero temor la posibilidad de convertirse en un esclavo voluntario de los poderes más descabellados y lascivos.
Valiente ante el kiosquero que equivocó el cambio, la maestra que regañó al chico, el colectivero que no puso el guiño, la sociedad argentina asume con la parsimonia del perdedor todos los desaguisados de la clase política y, tras ello, los legitima en las urnas como si una elección únicamente se jugara la próxima burla al amigo contreras.
En 1959, Ezequiel Martínez Estrada lanzó una maldición: “La Argentina se tiene que hundir. Se tiene que hundir y desaparecer, no hay nada que hacer para salvarla, si lo merece volverá a reaparecer y si no lo merece es mejor que se pierda”. Las maldiciones pertenecen al rango del esoterismo, no están en los cuadernos de los reflexivos. Con los pronósticos agoreros no siempre ocurre lo mismo.