Un cuento de Navidad que te lleva a estar en un pesebre y habla de la esperanza

Un recuerdo que nos envía Mario, hermano del sacerdote Carlos Cajade. Una historia que habla de la vocación de servicio y de la importancia que revisten las otras persona. Un acontecimiento en la vida de Carlos, que muestra todo lo que podemos hacer por los demás.

Aquí transcribimos la historia que Mario empieza a relatar, un recuerdo que es necesario conocer:

Mario y Carlos Cajade

“Hoy, a 18 años, te quiero recordar con ese hermoso cuento de Navidad que significó el descubrimiento de tu vocación por los pibes desprotegidos. Así lo contabas una tarde mateando con Cachamay en casa”:

“Era el 24 de diciembre de l984 y hacía muy poquito tiempo me habían nombrado Cura Párroco en la Parroquia San Francisco de Asís, de Berisso. Si bien como sacerdote había sido ayudante en otras Iglesias como la Catedral y María Auxiliadora, en aquel momento, a los treinta y cuatro años, tenía la gran responsabilidad de orientar, pastoralmente, a la comunidad de un barrio muy populoso y me encantaba el desafío.

Sería la primera Nochebuena que pasaría sin mi familia. Había tomado la decisión de pasar las fiestas con la comunidad parroquial. Tenía muchas invitaciones de la gente del barrio y pensaba recorrer la mayor cantidad de casas posible, una vez finalizada la misa.

La Iglesia estaba repleta. Recuerdo que la gente llegaba hasta la calle y los micros pasaban muy cerquita de ellos.

La ceremonia resultó muy sencilla, pero a la vez, participativa y alegre. Di la bendición final y me encaminé al fondo de la iglesia para saludar y despedir a la gente. Fue un momento muy lindo que disfrutamos con abrazos, besos y salutaciones con la comunidad. Faltaba cerrar la iglesia y elegir una de las tantas invitaciones que había recibido para pasar esa noche. Pasé por la sacristía para sacarme y guardar la ropa con la que había oficiado la misa y una vez que la Iglesia quedó totalmente vacía me dirigí a cerrar la puerta. Y allí estaban los tres, juntitos bajo el alero del frente de la Iglesia mirándome con los ojitos tristones como esperando algo.

–Vamos chicos, ya es hora de ir a casa para festejar la Navidad –dije casi de compromiso ya que no me podía demorar mucho tiempo más.

–¿Qué es la Navidad? –me preguntaron casi al unísono.

Entonces me dispuse a dedicarles un poquito más de tiempo porque me llamó la atención que estuvieran tan solitos en una noche tan especial, y comencé a contarles quién era Jesús, cómo había nacido en un pesebre y también les relaté la historia del arbolito de navidad, entre otras cosas. Ellos me escuchaban con mucha atención hasta que les insistí con que ya era hora de regresar a casa. Creo que más para ir a cenar que por un acto de generosidad, les pregunté si lo que necesitaban era dinero. Me respondieron que no, que ellos no podían festejar la Navidad y que vivían en una construcción, en un terreno cercano, junto con sus otros hermanitos. Y entre los tres me contaron la dura historia de vida que les había tocado vivir.

–Nosotros siempre vivimos bien Padre; fuimos pobres pero nunca nos faltó un plato de comida, éramos una familia normal –dijo Sandro que tenía doce años y era el mayor de los tres–, hasta que falleció mi papá y mi madre se juntó con un ex policía que se emborracha siempre y a partir de ahí todo cambió para nosotros.

–Nos manda a pedir por la calle y si no llevamos nada nos faja con todo – contó Fernando que apenas tenía diez años.

–Teníamos que juntar plata para llevar a casa y evitar los golpes porque mi padrastro no quería comida, quería plata. Nos quemaba con cigarrillos y nos lastimaba con una varilla de sauce que tenía guardada –agregó Beto, de 11.

–Lo peor de todo era cuando le pegaba a mi mamá –continuó Sandro–. Lo odiábamos y le teníamos muchísimo miedo, siempre quisimos crecer y hacernos grandes para poder cagarlo a palos o para matarlo.

Es más, una vez estuvimos a punto de hacerlo. Anotamos en un papelito la hora en que se iba y la hora en que volvía. Nos escondimos los tres en un campo hasta que por fin pasó. Yo tenía un revólver y cuando lo tuve cerca me comenzó a temblar la mano y no pude apretar el gatillo”.

Yo los escuchaba con mucha atención y despacito, casi sin proponérmelo, me compenetré con el dolor que mostraba la expresión de sus caritas y recordé una etapa de mi vida sacerdotal: cuando me enviaron como capellán a un instituto de menores. En ese lugar comprendí que había un montón de pibes encerrados, simplemente, por ser pobres; ellos no habían cometido delito alguno, pero como sus familias se habían destruido por la pobreza, terminaban internados en ese tipo de lugares. En ese entonces se conocía que el ochenta y dos por ciento de los presos de la cárcel de Olmos había pasado alguna vez por un instituto de menores. ¡Algo había que hacer! Era una idea que daba vueltas en mi cabeza permanentemente. ¿Habrá sido una casualidad la presencia de estos tres pequeños, que me contaban su conmovedora historia de vida en la puerta de la Iglesia en esa noche tan especial? Seguro que no.

–Padre, ¿nos quiere acompañar hasta nuestra casilla? Están solamente nuestros tres hermanitos menores.

Fue casi un ruego. No lo pensé dos veces. Sin mediar palabra, acepté la invitación. Yo tenía un auto muy viejo y con Sandro, Fernando y Beto fuimos juntos a encontrarnos con Margarita, que tenía ocho años; Alejandra, cuatro y Cachito, que tenía tres, los más chiquititos que habían quedado solitos en la casa. Recuerdo que había que atravesar un monte y estaba todo muy oscuro. Tengo que reconocer que sentí mucho miedo. Entré asustado y hasta me pregunté: «¿qué estoy haciendo aquí?». Pero ya estaba jugado y había algo muy importante: sentí, interiormente, que estaba donde tenía que estar. Ellos caminaban delante de mí, entre los sauces, mientras yo no dejaba de pensar: «¿dónde me estoy metiendo?». Con el tiempo entendí que realmente me estaba metiendo, nada más y nada menos, que en un pesebre.

Me quedé en la puerta, no estaba muy seguro de entrar, pero los chicos me dieron ánimo.

–Pase tranquilo Padre, y entré.

Era una construcción cuadrada, de dos por dos, con un techo de chapa – desde adentro se veían perfectamente las estrellas por lo deteriorado que estaba– , el piso era de tierra y había una mesita en el medio con una vela. En un rinconcito estaban Margarita y Alejandra, y al lado, Cachito –que ahora trabaja en nuestra imprenta y tiene una nenita hermosa– que me miraba con unos ojos enormes, bien negritos y que brillaban increíblemente ante la luz de la única vela que estaba encendida.

Lo primero que se me ocurrió fue preguntar si tenían algo para comer, pero después me arrepentí. Era totalmente obvio que no. Entonces, salí en el auto a buscar comida a pesar de la hora. Al rato volví con lo poco que pude encontrar en uno de los kioscos del barrio. Compré un pan dulce, un budín, galletitas, una gaseosa para los chicos y una botella de vino para mí. Me senté en la tierra porque no había sillas y los chicos comenzaron  a comer desesperadamente. Muchas veces mis ojos se llenaron de lágrimas, pero los miraba y me sentía cada vez más feliz. Fui hasta el auto, agarré la guitarra y nos quedamos cantando hasta muy tarde.

No sé bien hasta qué hora me quedé, pero recuerdo que no querían que me fuera y que no llegué a la casa de las personas que me esperaban.

«¿Qué hice anoche? ¿Qué me pasó?», me pregunté al despertar. No sé, me cuesta explicar la satisfacción interior que se apoderó de mí. Sentía que había orientado mi vida. Era como si la idea que giraba en mi cabeza de hacer algo para los chicos más desprotegidos, se hubiera encaminado hacia algo concreto.

A partir de aquella Navidad los chicos empezaron a ir a la Parroquia a cada rato. Juntaban maderitas por la calle para hacer el fuego, se acercaban, me saludaban y a veces, hasta me ayudaban en cualquier cosa que yo necesitara.

Cada tanto venían a verme todos los hermanitos juntos y yo intentaba darles no solo comida, sino fundamentalmente, ternura y atención. Y así se forjó una especie de amistad.

Una noche escuché ruidos muy fuertes en la puerta de la Iglesia. Me levanté de la cama para ver de qué se trataba y allí estaban los dos mayores, Sandro y Beto. Siempre recuerdo que era una noche horrible con una lluvia y un viento impresionante.

–¿Qué hacen acá a esta hora? –les pregunté medio dormido.

–Padre, nuestro padrastro se enteró que un cura había pasado la Nochebuena con nosotros y se enojó muchísimo. No se salvó nadie de los golpes. Nosotros pudimos escapar… y no teníamos donde ir.

Allí nomás abrí las puertas de mi casa y los hice pasar. No tenía sentido que ellos tuvieran que pasar la noche entre cuatro chapas y con semejante situación familiar.

Al día siguiente se acopló Fernando y un tiempo más tarde, Margarita, Cachito y Alejandra. Poco después empezaron a llegar más chicos hasta que la casa parroquial quedó muy chica y comenzaron las gestiones para conseguir un sitio más apropiado.

En 1986 nos mudamos al actual emplazamiento del Hogar. Y así, casi sin darme cuenta, Dios había marcado mi vocación, encaminándola a trabajar por y para la infancia más desprotegida.

Fotografías: Mario Cajade y https://pixabay.com/