“Pero yo no soy pintor”, protestó Miguel Ángel. “Soy escultor. Con el pincel he hecho muy poco y ¡quiere usted que pinte 500 metros cuadrados sobre un techo curvo!”. El papa Julio II no aceptó excusas. Con la dureza de un comandante militar, ordenó que el artista se encargara del techo de la Capilla Sixtina. Bramante levantaría el andamio. Miguel Ángel debía hacer el resto.
Ambicioso pero desanimado, el florentino comprendió que el encargo era casi un milagro. Si fracasaba, sus errores quedarían expuestos para siempre. Al principio pensó en un diseño sencillo: los Doce Apóstoles y ornamentos. Pero pronto lo consideró insuficiente. Obtuvo permiso para un plan más audaz: 300 figuras que narrarían la prehistoria de la Salvación.
La técnica del fresco exigía un esfuerzo físico descomunal. Cada día preparaba la mezcla de yeso y arena, la aplicaba y corría contra el tiempo antes de que secara. Pintar un techo era doblemente agotador: veinte metros de altura, la mirada siempre hacia arriba, el cuello dolorido. En una carta caricaturizó su propio tormento. Sus biógrafos cuentan que su vista quedó dañada durante meses.
Vivía casi recluido en la capilla, alimentándose de cebollas y pan duro. “No tengo amigos y no quiero tenerlos ahora”, escribió a su padre. Cuando aparecieron manchas sobre un tercio de la bóveda, desesperó: “Le advertí, Santidad, que yo no era pintor”. Pero un experto le enseñó a corregirlas y lo animó a seguir.
Julio II, impaciente, visitaba la obra con frecuencia. Fascinado, quiso mostrarla antes de tiempo. En 1510, con apenas la mitad del techo cubierta, ordenó desmontar los andamios y abrir la capilla al público. Miguel Ángel se resistió, pero debió obedecer. La multitud quedó asombrada: cada figura era una revelación de belleza y poder.
En enero de 1511 retomó el trabajo. Tras un esfuerzo titánico, concluyó la bóveda el 14 de agosto. El papa celebró allí la primera misa. Aún restaban pechinas y lunetos, que Miguel Ángel terminó en octubre de 1512. En total, cincuenta y cuatro meses de labor dieron origen a una obra que cambiaría la historia del arte.
Veinticinco años más tarde, otro papa volvería a llamarlo. En la misma capilla, Miguel Ángel pintaría el Juicio Final (1537-1541), sellando para siempre su destino como el artista que convirtió la fe en visión.

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