Nunca ganó una medalla porque seguramente nunca se la mereció

Por Guillermo Cavia –

En la vida uno va logrando algunas cosas, acontece casi sin que nos demos cuenta, pero todo es parte del desarrollo personal, del camino que cada individuo va transitando.

Terminar los ciclos que comienzan en varias etapas, desde el jardín de infantes, la escuela primaria, el colegio secundario, iniciar un trabajo, ingresar a la universidad, hacer un posgrado, todo es parte de la cultura en que cada ser está impregnado y también, es parte de una decisión, que cuando más adultos somos, es responsabilidad de cada una de las personas.

Ganar una medalla es parte de ese proceso de evolución que muchas veces tiene la satisfacción del premio de metal, un símbolo que cuelga de una cinta con colores, puede ser de Argentina, de otros países o de la institución que los otorga. Quienes hacen deportes suelen recibirlas y cuando ocurre, las besan denotando la importancia que la misma tiene. Ese emblema se hace extensivo con diplomaturas en los colegios secundarios, en finalización de la escuela primaria, en concursos y en infinidad de eventos de distintas índole.

Quiero contar un caso de alguien que nunca ganó una medalla. No lo pudo lograr en el final de la escuela primaria porque sólo hubo diploma, tampoco cuando terminó el secundario, porque justamente ese año, se entregaron llaveros. Luego en la Universidad, en el año en que terminó la carrera, no hubo medallas y así se fue liquidando las posibilidades de conseguir ese logro anhelado.

Después pensó en las competencias deportivas, algo que podía hacer como amateur. Participó en varias pruebas, atletismo, natación e incluso en artes marciales. Fue promovido, incluso en ocasiones tuvo buenas performances, pero en cada una de esas competiciones, la medalla, estaba ausente, otorgaban pergaminos, diplomas, cinturones, pero nada que pareciera remotamente una medalla.

Tenía un aliciente porque un amigo le dijo que ahora, en todas las competencias, se entregan medallas. Es así que sin dudarlo se anotó en la última competencia de la dirección General de Deportes de la Universidad Nacional de La Plata.

Esta maratón al igual que en las ediciones anteriores tenía tres recorridos: uno competitivo, de 10 km; uno participativo, de 5 km, y una correcaminata, de 2 km, destinada a personas adultas mayores, niños y niñas. Se largaba a las 9 de la mañana, desde calles 12 y 53, en la Plaza Moreno de la ciudad de La Plata.

Largó en medio de la gran marea humana que se fue moviendo despacio al principio, como si cada una de las personas fuera encontrando el espacio exacto para la carrera. Aprovechó la ocasión para dedicarle la carrera a su cuñada Astrid, ella había cumplido años y es una gran competidora de Córdoba, participando en varias maratones en esa provincia y en el resto del país.

Tenía por delante 10 kilómetros y si bien cada tanto salía a correr, no lo hacía más allá de los 30 minutos que le marcaba su cronómetro de pulsera. Corría con la medalla en su mente. A los 15 minutos de marcha se puso a pensar que no estaba en una maratón desde antes de la pandemia. El marco era espléndido, todas las personas a su alrededor con remeras rosas y rojas, según la elección de la distancia de la competencia. Cuando llegó a los 25 minutos sintió que estaba bastante entero, pero que solo le quedaban cinco minutos de su recorrido habitual en el entrenamiento. Ahí se dio cuenta que hacía unos 10 minutos antes, un dolor le atravesaba el brazo izquierdo, meditó acerca de si no estaría experimentando un infarto, cosa que por suerte no ocurrió.

Mientras avanzaba pudo observar a la gente que animaba a sus pares y el resto de las personas que, ocasionalmente o no, estaban en los laterales, alentando o dando indicaciones. Todo eso lo pudo ver hasta el minuto 45, que fue crucial, porque en ese momento las piernas necesitaban algo más que voluntad para poder moverse. Para entonces notaba que en vez de pasar a varios en la competencia, ahora lo rebasaban a él, jóvenes, adultos, claramente el ritmo había cambiado.

A los 50 minutos las medias que hasta ese instante parecían cómodas, le comenzaron a avisar que el algodón no estaba teniendo una buena comunicación con la planta de los pies. Una especie de ardor le anunciaba el final del calzado cómodo. Para entonces estaba en una recta, acercándose poco a poco al final de la meta.

A la hora corría sobre el asfalto de la diagonal 74 rumbo a la Plaza Moreno, allí advirtió que cuando largaron, en las grandes arcadas dispuestas se podían leer claramente: “llegada”, en ese momento se dio cuenta que al arribar a la plaza, debían dar aún una vuelta completa alrededor para llegar al punto de largada.

Sin embargo a partir de la hora y cinco minutos comenzó a aumentar la velocidad, quizás la cercanía con el final de la competencia le dio esa posibilidad y en un par de minutos más estaba cruzando la ansiada meta.

A través de unos carriles, junto al resto de quienes participaban, iba avanzando. Le quitaron una barra electrónica que estaba adherida a cada número que se portaba en la camiseta, le dieron agua, frutas y de pronto quedó en la plaza, ajeno a toda la competencia. Obviamente no había medalla. Una vez más le era esquiva. Buscó también entre la multitud si alguien de su familia lo había ido a recibir, pero no. Estaba sin la medalla y se dio cuenta que quizás, si nunca se la ganó sea porque seguramente nunca se la mereció.

Por suerte ese mismo día, Boca salió campeón.

Cualquier parecido con alguna realidad, es pura coincidencia.