Por María Soledad Gutierrez Eguía* –
Penetra como un tiempo frío, contemplación sin éxtasis; una voluntad desdeñosa que se desliza como la verdad sobreviviente de una parodia, y no hay —salvo sí, velos que la cubren— pretensión alguna que enturbie sus fundamentos.
En la renuncia hay un gozo y no hay disfraz que nos libere de este estado de aquiescencia. “Invisibilizar el ejercicio de la incapacidad”. Ante el vértigo del desplome, la huida.
Se desmorona, no sin impotencia, el oculto y formidable, “secreto”. Bajo ese estado lo hacemos, a escondidas. “Transmutarse al abandono de la lucha”. Criaturas sucediéndose a sí mismas. Trémulos niños sin brújula ni esplendor. Un sentir miserable y dulce, particular, casi nostalgia de pérdida.
¿Acaso no se renuncia a la vida al instante de nacer?
El proceso compartido —trama que se repliega sin piedad— nos arrebata de la conmoción del júbilo y nos envuelve y arroja al ardor de varar en las orillas.
La sombra agigantada conoce la hiel en la garganta, este habitar en el “a salvo”; del estremecimiento y de la culpa.
Y el payaso aplaude desde el sitial más alto y vierte su llanto en el escenario. Miles de gentes beben de la fuente y danzan con sus cabezas gachas, con ojos abiertos mirando con frenesí el suelo que los sostiene.
¡Que alguien aparte los rescoldos!
¡Que alguien mate al payaso que nos “descubre y muestra”!
Hoy, quisiera verme más pequeña que un insecto, para ver al hombre más alto. Ascender hasta contemplar su abismo. Y la nada me expulsa a la violencia del inicio. En el impacto del cuerpo no hay estallido.
¡Qué de las sombras varadas en la orilla!
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*Escritora y Diseñadora en comunicación visual.
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