María Soledad Gutierrez Eguía: “Canto azul”

La migración al ocaso de un jirón, y el rescoldo. ¿A quién despedir en el invierno triste de esta hora? Se irá de noche aquello que hice de mí. Algo “útil” para el extraño sin malicia que me predijo inocente de beber del caldo amargo.

Por delante la tensa niebla; las cerraduras y el umbral.

Quise entrar y no hallé la mano que me arrastre o la ventana; “para que no te sostengas más en este frío”.

Susceptible al hundimiento en esta inmensidad de arena. Silencioso instinto distante del canto que no es mío, y sin embargo me aterra y suena a plomo. Como habla el trueno; la tristeza.

Hay en la lluvia una gran paz que yo anhelo y toda el ansia en las palabras. Digo y pienso como vivo. Callo también hasta el desborde; hasta lo remoto y nulo; hasta el rapto.

¡La intuición de habitar aquel canto azul!

Nadie me hizo bailar y los sentidos se desprendían del cuerpo. Menos triste ahora el eco de los silbos. Canto ronca en un soplo lacerado. Vuelvo a reposar en la sorda arena.

Llueve y no hay ventanas. Gira en mi garganta la voz desamparada. Y no hay legión, ni palma solitaria en la que no se inscriba la que canta con ojos heridos —sangre coagulada—, hasta el alba.

Un lápiz dibuja el oleaje, descorre las mareas. Detrás está mi grito, y el reverso del sol me siembra exacta en la memoria de la infancia.

Era tan puro ceñirme al viento; agitar la lisura de mi cabello; extender los brazos libres, allá lejos; dejar mojar la ropa.

Y la música, un íntimo secreto, diseminándose ligera como los pasos que di, allí donde dejé la huella; mi visión primaria de las cosas.

Hallé aún la gran paz en el vientre del mar de madrugada, bebiendo todo el sol de enero; la gran paz en los ojos fijos de mi abuelo tarareando la canción de cuna antes olvidada, impalpable en su recuerdo.

¡Y la gracia viene ahora con intención de risa!

Y la verdad era toda y se decía en silencio.

Quise entrar y no sabía cómo. Como un apartado río que confluye en “el gran mar de paz”, me precipité al ahora. “¿Te das cuenta cómo cantas?”

Pero me sigo diciendo callada, con voz baja, entrecortada. Y la voz de mi padre, su cabeza ladeada borrándose a la intemperie, mi apremiante reclamo y sus migajas carcomidas por la nostalgia, si no por el encantamiento.

Pero al menos habré de interrogar los colores que me alumbran. Digamos los pájaros, bostezo puntual acuñando al cielo; digamos la niebla, caricia en reposo en el fondo del tiempo.

Y bien, ¿si no fuera más que un soborno en la herrumbre del camino?

Allí la jaula, donde domestiqué la herencia.

Allí mis manos, limando bosquejos adheridos a la obstinación.

Y el redoble del fuego en el cuerpo ovillado como un puño.

Y la niña que jura su miseria en la página en blanco.

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*Escritora y Diseñadora en comunicación visual.

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