Por Alejandro Sánchez Moreno* –
La semana pasada encontré un libro en la calle, Flores robadas en los jardines de Quilmes, del turco Asís. Estaba al lado de un árbol, en bastante buen estado. Igual que cuando encontré cien dólares en Asunción, en Paraguay, antes de levantarlo, mire para todos lados, a ver si alguien estaba buscando. Los cien dólares los cambié de inmediato, el libro lo metí en la mochila. Lo leí cuando tenía veinte años, me gustó mucho, después leí otras cosas de Asís, Carne picada, La lección del maestro, y no quise leer más. El libro es de 1980, lo leí en 1988, estaba en mi casa, mis padres compraban las novedades. En aquella época me encantaba la idea, que alguien robara flores de un jardín, para la mujer que amaba. Lo empecé a leer de vuelta, el primer capítulo me encanto, algunas oraciones se las leí a varias personas. Ahora camino por el corredor hasta mi dormitorio. Silvia duerme, su velador encendido, Talleyrand, el mago de la diplomacia napoleónica, abierto entre sus manos, en la página que el sueño no quiso más.
En el Peugeot 504 vamos sentados atrás. Los dos, mi hermano y yo, nos agarramos la panza. Nos duele mucho. Mi mamá maneja rápido, pero tranquila. El diagnóstico del médico: hepatitis. Treinta días de reposo, primera semana, dieta estricta, papas hervidas con aceite de maíz, agua con azúcar. Es enero, no podemos salir de la pieza. El cumpleaños de mi hermano, dos de enero, hay gente en la casa, nos saludan desde la puerta. El mío, dieciséis de enero, está más relajado, los tíos sentados al borde de la cama, gelatina de postre, podemos caminar por el dormitorio. Treinta días en pijama.
Para entretenernos, mi papá nos trae regalos que compra en el centro. Para mi cumpleaños me regala una historieta: La cizaña de Astérix. Nunca se me ocurrió preguntarle como la conocía. Recuerdo ahora, que leía de todo y los comics le encantaban. En un diccionario busqué que quería decir cizaña. Alguien que provoca peleas entre varias personas. La leí enseguida y no pude parar. La presentación en la primera página: Estamos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos. ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor. Los galos tienen un secreto, una poción mágica, que les da por algunas horas una fuerza terrible. La receta de la poción solo la conoce, Panoramix, el druida de la aldea. Los héroes son Astérix y Obélix, amigos que viven juntos. Obélix tiene fuerza permanente, porque se cayó cuando era niño adentro de una olla con poción mágica. Cada número es una aventura, cada número es un intento de los romanos por doblegar la aldea. El final es un banquete en el que dan ganas de estar.
Algo que extraño son los kioscos de revistas. No es que no existan, aunque muchos cerraron, pero no son como antes. Ahora venden discos, muñequitos de play móvil, prendedores, cargan estacionamiento. Los del centro eran los que tenían más variedad. El de 7 y 50, recibía el diario principal de las provincias y diarios del mundo. Los de otros países llegaban con unos días de retraso. Estaban al costado, al lado de los lustradores de zapatos. Compraba la revista Humor, El porteño, Cerdos y Peces, Goles, El gráfico, El amante, Patoruzu, Isidoro. Isidoro era el sobrino del Coronel Cañones. Se insultaban, pero se querían. El mayordomo era el intermediario. ¿Se levantó el botarate?, preguntaba el tío. ¿Se avivó el oxidado?, preguntaba el sobrino. Cuando alguien duerme mucho digo: el reposo del guerrero. Isidoro tenía una amiga, Cachorra, que era hija de un general. Isidoro quería conocerlo y cuando parecía que al fin se lo encontraba, pasaba algo urgente que lo impedía.
Una tarde de verano, tendría unos diez años, encontré cincuenta pesos en la calle. Igual que todas las veces que encontré algo, mire para todos lados. Un poco para ver si estaba el dueño, otro poco para que nadie me lo saque. Lo agarré y me fui al kiosco de revistas. Me traje una pila enorme de historietas del Pato Donald, no me alcanzaban las manos para llevarlas. Hice dos viajes hasta mi casa. Mucho no me creyeron que encontré la plata en el suelo. A los quince años, las llevé al Hospital de niños con otras cosas. En el subsuelo tenían una sala con juguetes, revistas, juegos de mesa. Eran donaciones. Las usaban los chicos que estaban internados.
El cabo Savino es un soldado de la campaña del desierto. Llevaban varias semanas sin noticias de un fortín cercano. Lo mandaron a ver qué pasaba. Tenían miedo que un malón indio los hubiera matado. Cuando llego estaban todos tirados en suelo. Cuando vieron al cabo, uno grito: abajo la trabajanda, viva la chupanda.
Julio Cortázar dijo una vez: no necesito mucho para vivir: un departamento pequeño, con mis discos, mis gatos y los libros, alcanza.
Fabio Manes fue un coleccionista de películas. Con Fernando Peña fundaron Filmoteca, un programa de cine, que sobrevive, en un horario incómodo. Filmoteca es la historia de una pasión y también de una amistad. Fernando tiene en su casa, la colección más grande de películas en fílmico, esperando la Cinemateca nacional. Fabio Manes murió hace unos años. En la presentación del programa sigue su nombre. Ahora lo reemplaza Roger Koza, un argentino con nombre inglés, que vive en Córdoba. Fernando contó, el primer programa sin Fabio, que murió entre sus cosas, sus películas, sus libros, sus gatos.
Un librero pasaba por las oficinas. Hace varios años que no lo veo más. Le compré muchas cosas, una historia del movimiento obrero del centro editor, una enciclopedia en colores, unos libros de tapa dura, roja, de escritores clásicos, Tolstói, Poe, Verne, Stendhal. Venía de Capital, cuando me ofrecía algo, decía que aproveche porque era el último. La otra mañana pasó un muchacho con un bolso deportivo: ofrecía libros. Dijo que los tenía más baratos que la librería. Era verdad. Todos los que tenía eran de autoayuda. Vendió varios, una compañera gasto más diez mil pesos. La librería Capítulo no está más. Tenía el local frente a Humanidades. Nunca tuvieron tarjeta de crédito. En una ficha hecha a mano anotaban lo que ibas pagando. En el techo, había un afiche de Las alas del deseo. No todos miraban para arriba. Marco atendió a una señora que buscaba una biografía de Audrey Hepburn. En la librería no la tenían. Le termino vendiendo, Necesito amor, la autobiografía de Claus Kinsky. Cuando se fue la señora, el Negro lo felicito, ya sos librero.
El loco Chaves está acostado en la cama. Pampita lo está dejando. Se va del departamento. Cierra la puerta y piensa: ¿se habrá quedado triste? Se da vuelta para volver y cuando va a entrar escucha música brasileña a todo volumen.
Cuando éramos chicos, cada uno tenía su lugar en la mesa. Mi papá y yo en las cabeceras, mi hermano y mi mamá en los costados. La cabecera de mi papá, de espaldas a la cocina, la mía, daba a la pared. Me gustaba mucho sentarme solo, con un café con leche gigante, tomarlo con cucharita, despacio, el tiempo justo que tardaba en leer una revista. Mi hermano tenía una costumbre que me molestaba mucho. Se ponía a leer por atrás mío. No lo soportaba. Y como a mí me enojaba, lo hacía a propósito.
Mi mamá trajo una perra dálmata. Era una cachorra. Le puso Maya, era una palabra azteca. En el cine, habíamos visto La noche de las narices frías. Una pareja de dálmatas y sus dueños, rescataban ciento un cachorros, que habían secuestrado para hacer tapados de pieles. Queríamos tener uno. Era traviesa, juguetona y cariñosa. Era alta, había que vivir en las alturas, para que no robara. Hacía un café con leche, me iba a agarrar algo, y cuando volvía, se lo había tomado. De la biblioteca de Humanidades me traje un libro, Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos. Lo leía de a ratos, no me acuerdo nada. Una tarde entre a la pieza. El libro estaba destrozado, la perra, jugando, lo había hecho pedacitos. Era imposible reconstruirlo. Eran papelitos para la cancha. Me enojé mucho. Me puse en campaña enseguida para comprarlo y devolverlo. No lo conseguí por ningún lado. Con mucha vergüenza llevé una nota a la biblioteca, contando lo que paso, pidiendo disculpas y ofreciendo que me cobraran la perdida. No recuerdo la respuesta.
En una librería quería aprovechar una oferta. No sabía que llevar. No quería elegir algo por descarte. Abajo, en el último estante, el que me cuesta mirar, sobresalía un lomo: Yo, el supremo. ¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche.
En libros guardo cosas: hojas de árbol, boletos de micro, recortes de diarios, una factura de restaurant, tarjeta de un hotel, ticket de tren, invitaciones de cumpleaños, estampillas, almanaques, notas de revistas, señaladores, dibujos. Pasan los años y no me acuerdo que están ahí. Cuando ordeno los libros, los hojeo, y casi siempre aparece algo. Lo último que encontré es una tira de Clemente. Va caminado. Dice: ni la inflación, ni la carestía, ni la inseguridad, ni la crisis política, van a opacar que termino la fecha y Boca sigue siendo el único puntero.
*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.
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