Los zombis en la posmodernidad: una fantasía multitudinaria

Profesor Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –

El origen de los zombis está en Haití. Algunas prácticas ligadas a las ceremonias vudú y las rebeliones de los esclavos que, por primera vez en América, pudieron vencer a los europeos a comienzos del siglo XIX, conformaron los cimientos de una caracterización que  no pertenece sólo al ámbito histórico social de la época colonial. La literatura, el cine, las series y los videojuegos han creado un  relato que en algunas ocasiones alcanza el rango de transmedia. Junto con los asesinos seriales y los espíritus malignos (algo así como la deriva pseudoreligiosa del terror), se han establecido en el imaginario del mal posible, de aquello a lo que debemos temer.

La interpretación política se impone de inmediato: no es difícil colegir que la denominación responde al ejercicio de la negatividad eurocéntrica para quienes no comparten su origen. Es decir, es el modo peyorativo de explicar superficialmente una práctica que por desconocida se desprecia, junto al rencor que genera la pérdida de un territorio de ultramar.

Sin embargo, nada de eso explica la fascinación que genera en el público contemporáneo que no suele poseer un interés sostenido por las causas libertarias del pasado ni tampoco busca saciar su apetito de entretenimiento con gestas de los países menos afortunados. La liberación de París en agosto de 1944 es notablemente más famosa que la independencia de Haití el primero de enero 1804.  Por lo tanto, debemos descartar esa opción.

Quizás sea posible considerar otra dimensión acerca del gusto por los zombis, atendiendo a las perplejidades que la posmodernidad nos ha generado. La inestabilidad del presente y la cada vez mayor oscuridad que asume el futuro, ya sea  por la creciente  imposibilidad por anticiparlo o por  los malos augurios que nos acechan, le imprimen a la condición zombi una virtud sorprendente: la persistencia de un rol que no admite ambages. Ser zombi implica una serie de rasgos inmutables, un espacio compartido con pares y un deseo que los identifica y les permite realizar  una tarea comunitaria. Es cierto que son execrables para quienes mantienen su naturaleza humana a salvo y que los espectadores gozan con su muerte definitiva, pero bien sabemos que las narraciones dependen de las perspectivas de los protagonistas y, fundamentalmente, de los cronistas y editores.

Si nos quitáramos, al menos por un momento, la subjetividad que nos ordena a partir del dispositivo excluyente propio bueno – ajeno malo, podríamos acceder a una perspectiva muy diferente y entonces no nos resultaría tan lejano e improbable advertir que detrás de una apariencia desagradable, se esconde una certeza que inconscientemente nos seduce. ¿O acaso no se muestra muy atractiva la facultad de poseer un destino manifiesto en común que se construye colectivamente y que lejos de poner en tensión nuestra individualidad la vuelve  útil para el conjunto? ¿Quién no quisiera verse inserto en una sociedad que tiene una identidad elaborada y que es capaz de ser reconocido de inmediato? Frente a la precariedad que la digitalización está generando en todos los ámbitos es lógico que ser zombi sea una fantasía multitudinaria.