Los ángulos de un triángulo

Por Cristina Orsatti –

Sibila

Disfrutaba las mañanas de domingo, desayunar sola, en una mesa sobre la vereda del sol de cualquier confitería. No entendía a la gente ocupada en dormir hasta tarde, perder ese estado de gracia concedido por la falta de apuro, el ocio hamacándose en la brisa que subía desde el río, el movimiento pausado de los peatones y el calmo pedaleo de algún ciclista solitario. En cámara lenta, las horas quedaban suspendidas en el tiempo y éste se aquietaba en una modorra placentera.

El olor del café cosquilleaba intenso en su nariz, las naranjas exprimidas sorprendían sus retinas con un color desafiante. Todo se tornaba nuevo y sorprendente. Sin duda, la ciudad sumergida en el sopor del sueño, atesoraba el encanto de los cuerpos relajados, sin deseos por saciar.

Preludio del mediodía, nunca era rutina, de eso se ocupaba Manuel.  Improvisar, crear sorpresas, alquimista de cualquier expectativa.

Antonio, su opuesto, llevaba el cetro de lo predecible: rutinario, aburrido, estructurado, metódico, ordenado, rígido. La única disculpa válida estaba en el acta de casamiento, diez años prolijos sin equivocación alguna. Con Manuel, la monotonía desapareció sin aviso.

Primero la seducción constante, certera, discreta, había derribado todos sus pudores mostrando sus lados oscuros, aquellos que nunca imaginó. El vértigo de deslizarse por un filo peligroso, sádico, perverso, la encadenaba a Manuel, un maestro en el arte de mostrar la audacia y los límites autoimpuestos. Paula no podía ahondar con alguien esos desbordes de su personalidad, eran inconfesables.

Manuel se transformó en el eje de su matrimonio, su amante y un amigo entrañable de Antonio, situación ideal para justificar la confianza compartida por los tres.

Recordaba la tarde de verano cuando fueron presentados por su marido. Su enojo estalló en cuanto lo vio, sin aviso, invitado a cenar. Los hombres jamás entenderían los protocolos.

La cólera se fue diluyendo en la charla, en las miradas, en los guiños del invitado, en la frescura de sus comentarios. Sin más, Manuel se había instalado en sus vidas.

Según éste adorable bohemio, los ángulos de un triángulo ignoran lo que hacen los otros. En caso que un ángulo sepa algo de los otros, lo convierte en poderoso. Si son dos los que poseen el conocimiento del tercero es perfección. Si los tres comparten el saber de los tres, se pierde el encanto. Por cierto, Paula, Manuel y Antonio, practicaban la perfección de estas novedosas reglas trigonométricas.

Paula miró el reloj, tenía como tres horas por delante para preparar el almuerzo. Pagó la consumición y al abandonar su silla varios ojos de clavaron en su figura.

La dama tenía un atractivo especial: esbelta, morena, unos cuarenta y cinco años disimulados por un porte de modelo, caminar felino y una inocencia cándida en la mirada.

A pesar de su licenciatura en Botánica, jamás trabajó. Antonio, con su razonamiento contundente, le había demostrado que no lo necesitaba, quería una madre para sus hijos, tiempo completo y en la casa. En todo caso que aplicara sus conocimientos en el jardín de la gran casona donde vivirían.

Los hijos nunca llegaron, sí el tedio, el aburrimiento y esa falta de motivación para sentirse una mujer completa. Tampoco renegaba de lo vivido, el éxito en los negocios de Antonio, otorgaron viajes, comodidad, lujos y relaciones interesantes. Al hombre, en cambio, los cincuenta y dos años no le perdonaron tantos logros, cobrándolos en una calvicie prematura, arrugas enmarcando sus ojos celestes y un perímetro abdominal que borraba músculos de la superficie.

En franco contraste, Manuel, escultor renombrado, se parecía a sus cuerpos tallados en madera, delgado y fibroso. A los treinta y siete años, conocía todos los resaltos anatómicos, cada pliegue, las posturas posibles, lo que él llamaba “escorzos”; era un obsesivo de las formas, perfeccionista a ultranza. Reconocía poner todo su esfuerzo solo en eso. Era maravilloso verlo trabajar. Sus manos volaban y sus ojos taladraban la madera como la gubia más afilada y concisa.

De antemano el almuerzo estaba preparado, nunca se sabía que imprevisto traería su amante en la galera. Por lo general, sus hombres jugaban tenis en el club hasta las doce, anunciaban su llegada con risas, eufóricos, dispuestos para almorzar bajo la pérgola del jardín.

Por supuesto, Antonio, no toleraba el aseo rápido de la magra ducha del club. Su manía higiénica lo recluía a las comodidades del jabón, su shampoo, el acondicionador capilar, los talcos, cremas y el infaltable desodorante hipoalergénico. Todo venía de perillas. Cualquiera sabe lo que tarda un maniático de la limpieza en esos menesteres asépticos.

Hacer el amor con el marido a veinte metros triplicaba la descarga de adrenalina, ellos eran expertos multiplicadores de la hormona en sangre.

–Casi…como si tu padre apareciera y nos pescara—musitaba Manuel entre jadeos, después reía con un tono que la encandilaba, quitándole los temores o permitiendo que no importara nada, nada más que ser de él.

Se entregaba de pies, manos y vísceras, sin pensar. Quemarse en ese fuego de caricias audaces, miradas profundas y juegos peligrosos, lo único que ella necesitaba. Cada encuentro era distinto: un avance diferente, una explosión de placer desconocida, una zona inexplorada, una posición inexplicable.

En invierno cambiaba el escenario, no la intensidad. La amplia casa tenía mil recovecos, ellos redescubrían cada posibilidad: desde la bodega oscura, olorosa, aunque húmeda fría, la mesada de la cocina, dura e incómoda, la habitación de huéspedes, el escritorio de Antonio. Todos estos lugares conocían el desborde sexual que los unía.

Después la calma. La conocida languidez post satisfacción, de plenitud lograda y el tiempo justo para reponer una actitud de “aquí no pasó nada”.

Preparaban los aperitivos y en operación cronometrada, bajaba Antonio, prolijo y perfumado.

Tres años jubilosos. Impecables como Antonio.

A veces Paula había insinuado la posibilidad de irse a vivir juntos. Hábil en los argumentos, Manuel se escabullía en una magia deslumbrante manejada con habilidad.

Ahora, Paula abre la puerta sin poder evitar la oleada eléctrica que provoca la presencia de Manuel, desparramado en el sillón de tres cuerpos, con su acostumbrado desparpajo, parece nadar en aguas cálidas.

Paula conoce ese gesto predictivo de emociones fuertes: la ceja izquierda curvada, las comisuras conteniendo una sonrisa, mil chispas traviesas en los ojos. Califica para antesala del infierno. Algo trama éste adorable demonio. Fuera de hora, tan cómodo en el sofá.

En cambio, Antonio, está inquieto, serio, enrojecido. Su voz suena temblorosa, grave, ronca, pausada. Refriega sus manos con torpeza.

–Necesito hablar, Paula. No sé por dónde empezar.

Por la mente femenina una avalancha de pensamientos le aturden. Las preguntas aparecen atropelladas, en un caos de elucubraciones. ¿Estaría enfermo? Parecía saludable, por las noches dormía como un santo, ella lo sabía. Su apetito no cambió, daba fe. No, eso no era. ¿Bancarrota? De ser así, no hubiera cambiado el auto e invertido en la bolsa, más el piso céntrico adquirido a sus espaldas, enterada de casualidad.

¿Otra mujer? ¿Quién sería su salvadora, la que quitaría ese peso de encima? ¿Qué situación lo pondría en semejante límite? Y claro, algo que la favorecía, la postura de Manuel, el brillo de triunfo en sus ojos, no indicaban otra cosa. Al fin estar juntos, compartir la lujuria.

La ocasión merecía un trago.

Antonio continuó balbuceante.

–Mira Paula, de un tiempo a esta parte, mi vida ha dado un vuelco. He descubierto una faceta sepultada, reprimida, vaya uno a saber. Gracias a Dios, he procesado lo suficiente, toda la revolución que ha significado. En pocas palabras, estoy enamorado de Manuel y hemos decidido irnos a vivir juntos.

Rompió en llanto y corrió hacia las habitaciones.

Manuel, sin perder la sonrisa, se levantó para seguirlo. Al pasar junto a Paula, rozando su cintura susurró—No te preocupes bonita, tendremos más tiempo para nosotros.