Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
En 1991 luego del derrumbe de la Unión Soviética Estonia inició un proceso de reconfiguración del Estado sin precedentes. Carentes de fondos que le permitieran subvencionar al gobierno y con dificultades para organizar los servicios fundamentales, optaron por la digitalización. En dos décadas lograron resultados inéditos en el mundo: la conectividad ha logrado niveles muy altos y aseguran que sólo el 1% de los servicios y el 2% de la población no han sido alcanzados por la red.
Resulta significativo advertir que de una población de 1.330.000 habitantes sólo poseen un desempleo que no supera el 7%. En consecuencia, hay dos lecciones que se pueden aprender de este ejemplo: no es necesario poseer grandes montos para comenzar a preparar a las nuevas generaciones para una forma de gobierno, trabajo y soberanía diferentes. Y además, que no necesariamente la tecnología informática generará miles de nuevos desocupados.
Sin embargo, no se trata de copiar modelos ni de suponer que ellos lo han logrado sin conflictos ni esfuerzos. La cuestión es diferente: ¿estamos de acuerdo en el modo en que nos adaptaremos al fututo digital? ¿Tenemos una arquitectura tecnológica que nos permita procesar millones de datos con celeridad y seguridad? ¿Nuestros gobernantes están convencidos de los compromisos de transparencia y prontitud que asumirían? ¿Y los trabajadores de todos los rubros que se verán afectados? ¿Hay una voluntad general de abrazar las nuevas condiciones y formarse para seguir siendo competentes?
Hay más interrogantes que realizar, sin dudas, y por eso es indispensable comenzar a dialogar acerca del modelo de país que buscaremos crear en las condiciones que la digitalización nos impone. Y estamos a tiempo de plantearlo gracias a la brecha digital que aún nos atraviesa. Las limitaciones, en esta ocasión, conforman una ventaja: hay más tiempo para diseñar un plan estratégico. Imaginemos por un momento la cantidad de empleos que se perderían, las oficinas que dejarían de funcionar y los roles que aún tienen significación (por ejemplo, en los comercios y en los centros administrativos) que se volverían obsoletos como lo son hoy los sombrereros y los fogoneros del ferrocarril. Los sindicatos también verían afectados sus intereses y sus ámbitos de acción. El desafío entonces no está cifrado en el modo en que lucharemos para sostener puestos de trabajo ante el avance informático, algo así como una versión actualizada de los luditas británicos en el siglo XIX, sino en la obligación que poseemos frente a las nuevas generaciones. ¿Seremos capaces de sentar las bases de un país que pueda afrontar el paradigma digital o nos conformaremos con obtener pequeñas concesiones sectoriales que nos aseguren la continuidad de nuestro oficio unos años más?
Nicolas Carr, un escritor estadounidense contemporáneo, sostiene que “es una tontería pensar que la tecnología es neutral. Tiene un sesgo, nos empuja a comportarnos y a pensar de una manera determinada”. Por lo tanto, para no resignar nuestra identidad y nuestra soberanía debemos aprender a relacionarnos, manipularla y ajustarla a nuestras necesidades. De lo contrario, alguien lo hará por nosotros.