Por Guillermo Cavia –
La luz del sol permite divisar una cortina transparente que deja ver las alas de dos mariposas. La humedad del bosque se eleva liviana humedeciendo las hojas más altas para volver a caer al vacío en gotas de rocío. El bosque habla con su voz de pájaros y murmullos de maderas que bailan vals, con la brisa suave de los vientos que se acercaban desde el mar. El perfume de los laureles en el aire se amalgama con el fresco silvestre de las mentas, los laureles, eucaliptos y los ceibos. La bruma de luz atrapaba todo el paisaje dejándolo pintado para que solo se pueda contemplar. Luego como si toda esa extrema belleza no alcanzara, un ciervo adulto aparece en la escena, caminó tranquilo sobre el colchó suave de hojas y ramas tiernas. Cada tanto eleva su vista para asegurarse que está solo. Pero no lo está.
Asegurándose que la brisa esté contra él hay un hombre ajeno a todo el paisaje. No ha podido ver la belleza del lugar ni siquiera se ha dado cuenta que la luz está iluminando el bosque. Se esconde en el suelo hundido boca abajo tratando de disimular su presencia. Desdibuja una silueta que contrasta con el piso debido a la tela de su ropa camuflada en verde, gris y marrón. Allí está aferrado a su escopeta Mossberg calibre 12/76. Mira a través de su mira telescópica al ciervo que come en paz. La cabeza del animal está centrada. Jala el gatillo hacia atrás milimétricamente ha sabiendas que un solo movimiento de más espantaría a la presa. El gatillo comienza a activar el sistema de percusión del arma y de pronto un estruendo impacta en el bosque. La luz desaparece abriendo paso a la bruma del espanto, las mariposas se alejan y los pájaros alborotados gritan volando hacia el mar. La belleza del bosque se pierde en la fracción de un segundo como si se tratase del tiempo necesario para viajar de la vida a la muerte.