Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
El teorema del mono infinito propuesto por Borel, un matemático y político francés, sostenía que si un mono pulsara las teclas de una máquina de escribir de forma ininterrumpida (durante siglos) existiría la remota posibilidad de que acabara por escribir un texto legible. El libro que contiene tal propuesta se llama Mecánica estadística e irreversibilidad y fue publicado en 1913. Si bien consiste en un vasto estudio que centra su atención en enunciados de compleja elucubración conceptual, es posible recuperar su original postulado para comprender que los ensayos que se están efectuando con la inteligencia artificial responden a impulsos con larga trayectoria.
Una computadora (si es que vale el término para describir a una inteligencia artificial) escribió una novela acerca de la relación que establece con su dueña. La falta de interés de ambos en continuar dialogando sume a la máquina en un aburrimiento que la impulsa a narrar su situación. Esta novela llegó a ser finalista de un concurso literario en Japón. Es cierto que las similitudes con Yo, Robot de Isaac Asimov son notables, aunque en este caso no hay rebelión, pero por eso no deja de sorprender que se trate de una obra que prescinde de la intervención humana.
Benjamin, una inteligencia artificial que eligió ese nombre, también se suma a la lista de artistas digitales no humanos (¿existe esa denominación?), a partir de su creación: un guion de cine titulado: “Sunspring”. El corto relata los sucesos de un trío amoroso en una estación espacial. Y ya se encuentra disponible en Internet. Los algoritmos que permitieron la confección del texto se basaron en las cadenas probabilísticas creadas en 1907 por un matemático ruso llamado Márkov. No deja de resultar curioso que avances tan innovadores tengan su sustento en fundamentos del siglo pasado.
Una vez que podemos suspender- aunque momentáneamente- el estupor que nos generan estos acontecimientos, cabría la posibilidad de reconocer que conforman una oportunidad para que la tan feroz soberbia humana comience a declinar. El teorema del mono infinito, si bien era una tenue advertencia acerca de nuestra pericia artística inigualable, nos permitía reconfortarnos en la posición suprema en el mundo, refuerzan la distancia entre la naturaleza (pasado) y la cultura humana (presente ajeno a cualquier otra criatura). Sin embargo, las nuevas circunstancias no permiten insistir en esa tesitura. Si el mono estuvo antes (disculpen la grosera forma de aludir a la teoría de la evolución del ilustre Darwin), luego la especie humana, quizás estemos ingresando en una época que se distinga por la superioridad tecnológica con una salvedad importante: pueden suprimir la intervención de cualquier sujeto.
En consecuencia, más allá del valor artístico que puedan poseer las obras y sin detenernos en la amenaza que podría suponer para amplios sectores de la industria cultural, constituye una ocasión para despojarnos de las ínfulas de superioridad que nos otorgaba la cultura y así reacomodarnos junto a las demás especies, con respeto y humildad. ¿O acaso no estamos más cerca de los primates que de las inteligencias artificiales?