Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
Las noticias falsas tienen una antigüedad que supera por siglos a las primeras manifestaciones del periodismo y por lo tanto, no deberían estar tan adheridas a las actuales circunstancias de le ecología de medios digitales. Sin embargo, son una dupla recurrente. Y no se trata de una arbitrariedad cultural contemporánea. Si tenemos en cuenta que nunca en la historia de la humanidad hemos tenido la ocasión de disponer de tantas fuentes de información a bajo costo, accesible y muy simplificada (en muchos casos no hay que ser un especialista para comprenderla), podría considerarse que se trata de una enorme contradicción que seamos víctimas frecuentes de engaños.
Aún a riesgo de caer en la tentación de inferir una problemática compleja a un único motivo, estimo necesario mencionar que el modo en que habitamos la red tiene mucha responsabilidad en la expansión y tamaño de cada una de ellas. Podemos establecer que la empatía y la fugacidad son modalidades propias de nuestra ciudadanía digital, es el modo que prevalece, que así como reconocemos en los demás, adoptamos y enseñamos a quienes se suman luego. Esto quiere decir que podríamos haber elegido otras cualidades para desempeñarnos, pero fatal destino de la modernidad, elegimos las que menos hacen honor a sus principios: emociones y una velocidad que sólo permite generar datos desordenados que vuelven anticuado los principios ligados al uso de la razón.
Y entonces nos encontramos con el sustento último (¿o acaso debería decir primero?) de los rumores e informaciones ficticias: si lo creo, es cierto. Si quien lo dice es de mi agrado, lo avalo.
La empatía es la garante de mi credulidad. Estar de acuerdo es, en consecuencia, una actividad sentimental. Y no quisiera que algún desprevenido crea que está frente a un tardío discípulo de Gustave Le Bon. No se trata de descalificar, sino de asumirse como un habitante más de en un ambiente en el que – gracias a nuestras decisiones – proliferan las emociones a máxima velocidad.
Porque la verdad – o mejor dicho, la veracidad que otorgamos a un enunciado cualquiera – no sólo se basa en aquello que me es cercano, agradable y bello. También está su opuesto. Nuestra animadversión hacia algo (un perfil, un partido, un barrio, una etnia, etc.) provoca las mismas certezas pero al revés: ¿Cómo voy a creer lo que publicó, si no coincidió en nada con esa persona? La otredad se vuelve así una trampa, un pozo, una amenaza en la cual sólo los incautos pueden sucumbir. Una pregunta que podría poner en tensión las certezas que leo y me digo a diario, y que tan a gusto me permiten estar sólo con quienes considero un par.
Confinar a la verdad a los difusos e impacientes dominios de los sentimientos constituye una sustancial modificación del orden social: ya no hacen falta argumentos ni pruebas, bastan sensaciones, apegos, simpatías. Y allí, como todos sabemos, las noticias falsas valen lo mismo que la verdad. Y a veces, más.