
Por Abogada Liliana Pizarro Martinefsky* –
La migración argentina en España no se mide solo con cifras: detrás de los 415.987 residentes registrados al 1 de enero de 2024 según el Instituto Nacional de Estadística (INE) (INE), hay historias de esfuerzo, resiliencia y nostalgia. Cada migrante enfrenta un desafío emocional único, cargando con la ilusión de un nuevo comienzo y la tristeza de la distancia de su tierra y su gente.
Las principales ciudades de residencia son Madrid, Barcelona, Valencia y Málaga, concentrando más del 70 % de los argentinos en España. La mayoría tiene entre 20 y 39 años, lo que evidencia la fuga de talento joven y la búsqueda de oportunidades laborales y educativas. Pero la vida lejos de casa no es solo un proyecto profesional: es un proceso de adaptación que exige fuerza y paciencia, muchas veces acompañado de soledad.
El síndrome de Ulises, descrito por el psiquiatra Joseba Achotegui, profesor de la Universidad de Barcelona y especialista en migración (Achotegui), define el estrés crónico que sufren los migrantes por separación familiar, incertidumbre y sobrecarga emocional. Entre sus síntomas destacan: ansiedad, insomnio, tristeza, irritabilidad y sentimientos de desarraigo. No se trata de un malestar pasajero; es una herida silenciosa que acompaña a quienes dejan su tierra buscando un futuro mejor.
Estudios recientes muestran que más del 50 % de los migrantes en España presentan síntomas de ansiedad o estrés, muy superiores a los de la población general. La falta de redes familiares y la dificultad para acceder a servicios de salud mental aumentan el riesgo, especialmente entre quienes enfrentan precariedad laboral o situación administrativa irregular.
Puede pensarse entonces que, estos síntomas, también fueron padecidos en su momento por los españoles que encontraron en Argentina un nuevo hogar, empujados a abandonar su tierra por la guerra, la persecución política o la pobreza. Vivir lejos del sitio que nos vio nacer implica desafíos emocionales profundos.
Estudios sobre migración internacional muestran que la falta de redes de apoyo y la distancia familiar aumentan los niveles de ansiedad y tristeza en los migrantes. La integración social, el contacto con compatriotas y el mantenimiento de tradiciones culturales son herramientas fundamentales para reducir el impacto emocional y favorecer la adaptación.
Aun así, existe una fortaleza silenciosa. Los encuentros con compatriotas en ambas orillas, el compartir un mate, disfrutar de un partido de fútbol o saborear comidas tradicionales, ayudan a preservar la identidad y construir nuevas raíces. Emigrar no significa olvidar; significa habitar dos mundos, equilibrando la nostalgia con la nueva vida. La migración enseña resiliencia, creatividad y el valor de la identidad compartida, transformando la añoranza en fuerza y propósito.
Como concluye Achotegui, “la migración no es una enfermedad, pero puede enfermar si las condiciones son adversas”. Reconocer el impacto emocional y brindar apoyo social, cultural y psicológico no es solo necesario: es una responsabilidad colectiva para quienes deseamos una sociedad más justa y empática. Porque detrás de cada número hay un ser humano, un sueño, una historia que merece ser escuchada y comprendida. Reconocer la dimensión emocional de la migración es clave para fomentar políticas de integración y bienestar social que acompañen a quienes construyen un futuro lejos de su tierra natal.
Como dice el refrán español: “No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”, recordándonos que la esperanza y la perseverancia siempre nos permiten seguir adelante, incluso en los momentos más difíciles.
*Colaboración Especial desde España para En Provincia – alimotxe54@gmail.com
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