En mi próxima vida aprenderé ruso

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

Hace muchos años vi un documental. Lo recuerdo muy seguido. No sé el nombre, ni quién lo hizo. Un obrero está sentado al sol. Campera azul, bigote prolijo, pelo rubio revuelto, corpulento. En los ochenta, Margaret Thatcher, cerro varias minas. Los obreros lucharon, pero no pudieron evitarlo. En las localidades chicas, la vida giraba alrededor de las minas: viviendas, bandas de música, equipos de futbol, escuelas, bares, tiendas, parques. Cerraron las minas y el mundo se vino abajo. El entrevistador pregunta: ¿cómo recordás la lucha contra el cierre? Bien, fueron los mejores años de mi vida. La respuesta me despierta, el documental es aburrido. ¿Por qué?, otra pregunta del entrevistador. Porque, aunque perdimos y nos quedamos sin nada, los meses que duró la lucha, estuvimos juntos, unidos, no peleábamos por tonterías, ayudábamos a los demás, nos ocupábamos del que tenía más problemas, conteníamos a los débiles, curábamos a los enfermos. Por varios meses fuimos hermanos.

Tengo varias versiones de Moby Dick. En una época los coleccionaba. Cada vez que veía uno que no tenía, lo compraba. Hace poco, encontré un usado, en una librería frente al mercado de Villa Crespo. Dos tomos, con traducción de Enrique Pezzoni, ocho mil pesos. No lo lleve. Osvaldo Soriano decía que era la mejor. Tengo una versión en portugués de tapa dura, otra en inglés, un usado en francés con ilustraciones y tenía varias versiones argentinas. Hace poco me deshice de todas, menos las extranjeras. Me quedé con una, no es la traducción de Pezzoni. En una librería me dieron quince mil pesos por una caja de libros, en otra once mil por una caja más chica. Después veo la publicación de a cuanto los venden y me enojo.

En la librería, cerca de la estación de trenes, está Federico. El hermano, Tato, se casó con una chica de Río negro. Renuncio al trabajo de oficina en La Plata y se fue a vivir al sur, en Río Colorado, un pueblo que parecía del lejano oeste. En veinte minutos, caminando para cualquier dirección, llegabas al final de las calles. Ahí empezaba el campo: árido y con fardos rodando. Al poco tiempo de instalado, daba clases, cuarenta por ciento de los jóvenes fueron mis alumnos, decía, unos años después, presidente de la biblioteca municipal, bombero voluntario, coleccionista de maquetas militares. El casamiento fue en invierno, un micro con escalas, te dejaba en una rotonda con estación de servicios. La fiesta en el único bar, arriba un cine abandonado, los proyectores cubiertos por una lona no podían evitar el polvo. En una esquina pintada de blanco, la ceremonia por civil, yo fui el testigo platense, la jueza bromeaba por lo largo de mi nombre. Manteníamos el contacto por cartas.

Una tarde, el correo dejo en mi casa un sobre de madera grande. Adentro había un número de Superman usado y una explicación, sobre cómo empezar la colección. Una mañana llegue al trabajo. Murió Dabat, me dijeron. Pensé que hablaban del padre. Unos meses antes, me contó como organizaban las asambleas los docentes rionegrinos. No recuerdo lo que me dijo. Si me acuerdo el remate: te lo cuento, porque sé que a vos te hubiera gustado.

Los espiábamos por la ventana. Jugaban ajedrez a la tarde, después de la siesta, hasta la hora de la cena. Hablaban poco, el más alto y flaco, sostenía su pera con las dos manos, estudiaba el tablero, cuando acomodaba la silla hacía su jugada. El más bajo, con camisa leñadora, acomodaba con insistencia sus anteojos, se rascaba la nariz y miraba para bajo. Atrás había una biblioteca, sobresalían unos tomos naranjas con letras negras, alcanzábamos a leer obras escogidas. El más alto era descendiente de ucranianos. Llego a Argentina para trabajar de agricultor y termino construyendo los hangares de Constitución. En Wilde se empezó a reunir con los del Partido Comunista, había escuchado hablar de ellos en la casa. La abuela conoció a los bolcheviques. Cuando oí la palabra por primera vez, me sonaba fuerte. Después aprendí que quería decir de la mayoría. Una pelea en el partido dejo a unos de un lado y a otros del otro. Parece que los bolcheviques eran más. En el barrio obrero de Kiev había un joven que hablaba todas las tardes, Cada vez venía más gente. Caras serias, duras. El joven hablaba y movía los brazos, no había micrófono. Voz eléctrica. Silencio para ser escuchado. La abuela contaba que cuando León Trotsky hablaba, hasta las piedras se emocionaban

Salvador Benesdra aprendió ruso para leer a Lenin. Eso lo escuché en un documental sobre su vida. Salvador fue escritor, traductor, periodista especializado en internacionales, militante político, activista gremial. Un compañero de Página 12 era fanático de Asimov. Mirando los detalles, descubrió que la traducción era de Salvador. A la mañana, lo busco por la redacción. Entusiasmado le comento, no puedo creer que seas vos el que tradujo. Salvador hizo un gesto sin importancia. Cuentan los compañeros del diario que en las asambleas era un orador brillante. Estuvo en Página en la huelga que duro varios meses y conmovió a los trabajadores de prensa. Alternaba un nivel de oratoria extraordinario con reacciones desopilantes. Después de tener a la asamblea embobada, terminaba diciendo: ¿a quién de las autoridades hay que chuparle la verga para conseguir mejor paga?

En la facultad de Humanidades de la Plata había un seminario sobre la revolución rusa. Invitados de varios lugares del mundo. Antes de una charla, escucho una conversación. Jorge Altamira comenta que le gustaría pasar un tiempo en Alemania, para mejorar su alemán y leer a Marx. Alienación: alterar o perder la razón o los sentidos. Escuche en una conferencia que alienación en alemán significa separación. Y que Marx usaba la palabra para describir la pérdida de un trabajador cuando lo separan de su herramienta de trabajo, algo que sucedió cuando se generalizó el capitalismo. Cuando el trabajo era artesano, los obreros eran dueños de sus herramientas. Las sillas, las mesas, las camas, eran hermosas. Un carpintero hacía un mueble y ponía el alma. Para entender, ¿hay que leer en el idioma original? En mi próxima vida aprenderé ruso. Viajaré a San Petersburgo, antes Petrogrado, me sentaré en un bar y no necesitaré traductor de celular, ni diccionario. Entenderé los chistes, me reiré fuerte, tomaré te, oiré cuentos de la estepa, tomaré el tren transiberiano, perderé mi vista en la taiga y me llenaré del alma rusa.

Fernando se levanta a las cinco. Trabaja en el contralor, líquida sueldos y a veces, aunque no quiera, hace descuentos. Mariana es telefonista, como antes la mamá y más antes, la abuela. Igual que a ellas, le duele el oído y se va quedando sorda. El Chiqui es albañil, arregla escuelas, termina de arreglar un techo y se saca una foto. El Piti es chofer, si le toca llevar un funcionario se pone el saco y zapatos. Si le toca llevar trabajadores, va con zapatillas, remera holgada, el equipo de mate.

Los cuatro están apurados, la asamblea es a las ocho, empezará ocho y media, para dar tiempo a que lleguen. Los que llevan chicos a la escuela llegan un poquito después del horario, los demás están un poco antes. Hace frío, la escalera ancha de la entrada tiene sombra hasta las once. Si pasamos una película rápido, primero unos pocos, van llegando otros, cigarrillos, mate, café, bronca, facturas, banderas, charlas, risas, preocupación, tensión, esperanza. La escalera está llena, llenísima, no falta nadie. Empieza. Equipo de sonido, micrófono sin cable, las voces retumban, gritos. Votación: todas las manos alzadas, parece la pintura la manifestación de Berni. Aplausos, cantos, templanza, ya no hace frío, lágrimas, abrazos.

Un mozo a veces es un espía del pueblo. Cuenta lo que escucho: a los sindicalistas los meo de parado. Veinte días de huelga, ocupación del edificio, marcha a la gobernación bajo la lluvia, los caballos de la policía parecen los cosacos del Acorazado Potemkim, estamos haciendo historia. A la mañana desayuno popular, una caja enorme para las donaciones, plata, yerba, te, azúcar, fideos, agua, las manos son racimos. Mediodía, almuerzo, cocineros, ollas grandes de aluminio, pancartas. El poema de Bertold Brecht pregunta: ¿A dónde fueron los cocineros de los esclavos que construyeron las pirámides, después que las terminaron? Tardecita: payasos, cantantes, guitarristas, choripanes, más chimichurri para mi choripán. La noche, silencio, vigilia, el que duerme despierta a uno que va a la esquina, alguien lee, otros charlan, una radio con bajo volumen.

Último día: hay un sol que revienta, es septiembre. Un muchacho bien vestido lleva una carta. No sabe a quién entregarla. Quiere entrar por una puerta, nada, intenta por otra, nada. Se acerca, me la da a mí. La abro: es una invitación a la Directora general de Escuelas para un evento en la gobernación. Pasaron once años, la carta está en el cajón de mi oficina.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/en-mi-pr%C3%B3xima-vida-aprender%C3%A9-ruso-c6c1f385e91f

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: Archivo web.