Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
Una forma tradicional de construir la historia de los medios de comunicación suele establecer relaciones muy estancas entre dispositivos tecnológicos, consumos y sujetos eminentes. Así se busca establecer una relación entre ellos que indica que una mente notable inventó un aparato de comunicación que le permitió a la sociedad acceder a, por ejemplo, ver imágenes en movimiento. Y de sus primeras pruebas pasamos al medio consolidado y a su éxito en poco tiempo, como si tamaña sucesión de acontecimientos podría reducirse a tres simples pasos. Pero la apropiación de una tecnología por parte de la sociedad no es un proceso sencillo.
Pensemos por ejemplo en los cambios que suscitó el celular desde sus inicios como un mero teléfono portátil hasta la actualidad. ¿Alguien podría haber anunciado allá por los inicios de la década del noventa que se convertiría en un aliado inseparable de las acciones humanas en la red y fuera de ella? Tampoco podríamos haber pensado que la famosa selfie nacería bajo su dominio y que seleccionaríamos un teléfono celular – entre otros motivos – por la calidad de sus cámaras y por la memoria para almacenar juegos, videos y canciones.
Queda en evidencia entonces que los usos que puede hacer una sociedad no están inscriptos en ningún dispositivo. Michel de Certeau redactó en 1979 un libro muy famoso llamado “La invención de lo cotidiano” y entre sus múltiples elucidaciones que ofrece una interpretación original acerca de la relación entre el mercado y los consumidores: “a una producción racionalizada, tan expansionista como centralizada, corresponde otra producción, calificada de “consumo”: ésta es astuta, se encuentra dispersa pero se insinúa en todas partes, silenciosa y casi invisible, pues no se señala con productos propios sino en las numeras de emplear los productos impuestos por el orden económico dominante”. Esto quiere decir que los sujetos hacen algo con aquello que usan más allá de las prescripciones impuestas por quienes las comercian.
Esta interpretación de las relaciones entre sociedad, tecnología y consumo también pone de relieve un asunto muy complejo, acaso incómodo o desagradable: los consumos culturales más frecuentes no responden de modo unívoco a los designios todopoderosos de los medios y sus industrias, sino que debemos consignar a los receptores (ahora habitantes de la red) como coautores de sus preferencias de contenidos. Esta situación se vuelve más evidente con el desarrollo de la red: dado que la oferta es múltiple.
Pero resulta más confortable quejarse de una multinacional que invitar a la reflexión de la sociedad respecto de sus consumos culturales. Si se critica a una empresa está haciendo un acto cívico, crítico y valiente. En cambio, si se menciona que los perfiles con más seguidores suelen pertenecer a las mujeres y hombres que han logrado la fama gracias a desempeños que sólo requieren poca ropa, resulta que se trata de un burgués que no puede ver al pueblo disfrutar.
Quienes se dedican a la historia de los medios y a las ciencias sociales en general aún tienen una deuda que saldar: una reconstrucción crítica del consumo de medios y dispositivos por parte del grueso de la sociedad. Mientras esto no ocurra, seguiremos creyendo que el uso viene con el aparato y que los consumidores no deben asumir las consecuencias de sus elecciones culturales.